Fellini y su trilogia de la soledad:
La Strada, El Cuentero y Las Noches de Cabiria.
EL CUENTERO
Segundo film de la "trilogía de la soledad", de Federico Fellini, basado en hechos reales. Se rodó en exteriores del Acueducto del Agua Feliz, Cerveti y Marino (Lacio, Roma) y Roma y en los Estudios Titanus (Roma). Fue nominado a León de oro de Venecia. Producido por Mario Derecchi, se estrenó el 9-IX-1955 (Italia).
La acción tiene lugar en Roma y alrededores en 1953/54. Augusto (Broderick Crawford), Roberto (Franco Fabrizi), Carlo "Picaso" (Richard Basehart) y el Barón Vargas (Giacomo Gabrielli) forman una banda de timadores dedicada a estafar a personas sencillas e impresionables. El cerebro del grupo es Vargas, que prepara los golpes. Augusto es el protagonista de su ejecución, tiene 48 años, se siente atrapado por la edad y la soledad. Roberto desea emular a Johnny Ray y busca divertirse y gozar de la vida. Carlo está casado con Iris (Giulietta Masina), es un pintor frustrado y roba para sostener a la familia.
La película explica una historia dramática y amarga, de personajes derrotados por la pobreza, la falta de habilidades personales y la escasez de oportunidades de la Posguerra en Italia. Son personas desesperadas y desarraigadas, que malviven abusando de la credulidad de ingenuos, a los que engañan con el timo del tesoro escondido. Usan hábitos clericales para acrecentar la verosimilitud de sus propuestas y ganar la confianza de las víctimas (viudas, labradores, discapacitados). Los hurtos que hacen en la ciudad son descubiertos con facilidad. El relato evoluciona desde la exploración del patetismo que envuelve las figuras de los timadores, los timados y las situaciones que los reúnen, hacia la emergencia gradual de la mala conciencia, el desasosiego moral y el rechazo interior de timos, cuyas víctimas son personas frágiles y desheredadas que venden medios de subsistencia (vacas) o renuncian a medios de producción (mulos), en un contexto de angustiosa y mísera precariedad.
El film deja de lado las cuestiones éticas y morales, para adentrarse en los aspectos humanos. La narración, saturada de melancolía y tristeza, construye un discurso poético que extrae lirismo de la desventura.
Exento de sentimentalismos, aporta un dibujo penetrante de la soledad, los sentimientos de culpa, los propósitos dificilísimos de enmienda y los deseos de redención. La escena en la que Augusto es identificado por una de sus víctimas en el cine ante su hija y la conversación que mantiene con una muchacha poliomelítica, son memorables.
La música, de Nino Rota ("El padrino", 1972) refuerza el aire melancólico y dramático con melodías jazzísticas excelentes. Añade canciones del momento en las escenas de las fiestas sociales. La fotografía realza el realismo y el sentido tragicómico. Broderick Crawford ("El político", 1949) ofrece una interpretación sentida, ajustada y rica en matices. Masina brilla en un papel breve pero deslumbrante. Considerado un film menor, contiene elementos de gran potencia cinematográfica.
Los hechos reales en los que se basa el film, Fellini los conoció en Rímini durante la Posguerra. El personaje que los protagonizó se apodaba "Lupaccio": "Lobazo" en español. En ambos idiomas los aumentativos equivalen en ocasiones a disminutivos sarcásticos.
La escena final sintetiza e intensifica los sentimientos de soledad, abandono, derrota y desesperación de los personajes del relato.
Título original
Il bidone
Año
1955
Duración
95 min.
País
Italia
Dirección
Guion
Federico Fellini, Ennio Flaiano, Tullio Pinelli
Música
Nino Rota
Fotografía
Otello Martelli (B&W)
Reparto
Broderick Crawford, Giulietta Masina, Richard Basehart, Franco Fabrizi, Alberto de Amicis
Productora
Co-production Italia-Francia;
Cuando hablamos del director italiano Federico Fellini lo primero que viene a la mente es la obra maestra 81/2 (1963), su álter ego el actor emblemático de las crisis artísticas Marcelo Mastroniani, Anita Eckberg como dueña absoluta de la fuente de Trevi, los ojos de Luna de su esposa Giulietta Masina o la fila larguísima de exuberantes divas que integraron su nimbo estético.
Sobre todo hablar de Fellini a nivel de contenido implica hablar en torno a una especie de fiesta perenne y azarosa.
Acaso carnaval de la vida es en lo que se transforman sus películas siendo cualquier cosa ya en las madrugadas romanas, corriente o género imprecisos, incluso surrealistas, pero menos sujetas al canon neorrealista tal y como lo definieron Roberto Rossellini, Vittorio De Sica y Luchino Visconti, fundadores y teóricos del movimiento cinematográfico más importante y prolífico de la Italia postfascista.
Sin embargo no toda la carrera de Fellini tuvo el sello de implosión visual que significó la citada 81/2, Boccaccio 70 (1962), Julieta de los espíritus (1965), Satyricon (1969) o La ciudad de las mujeres (1980), porque justo antes en su inicio el director italiano sí comulgó con las características del neorrealismo con un tipo de cine más austero, por supuesto menos grandilocuente, y atravesado por una melancolía que en varias situaciones se volvería crueldad realista.
Quizás de las siete películas que filmó Federico Fellini en la década de los cincuenta, en el insistimos menos caudaloso periodo icónico referido del autor de La dolce vita (1960), Almas sin conciencia o también conocida como El cuentero (1955), sea la película menos agraciada y conocida entre el público aún las suspicaces premisas que propone muy en la vanguardia de su tiempo.
Y es menos agraciada porque, desde su curriculum actoral que no es lo mismo llevar en el papel protagónico a la citada figura de Mastroiani que al decadente Broderick Crawford como líder de la banda de estafadores hasta un tono anticlimático que por su brevedad semeja a un cuento, hacen de Almas sin conciencia una pieza sui generis para el entorno felliniano.
Sin lugar para la redención
No es que dicho cine de Fellini ubicado en la década de los cincuenta omitiera, por ejemplo, la celebración y se basara en relatos oscuros o pesimistas; empero, el festejo no se convertía todavía en el cenit, El Cuentero tiene una fiesta de fin de año a la mitad de la trama-, no siempre fue la apoteosis discursiva que sí lo fue en sus posteriores trabajos sin abandonar los compromisos sociales y políticos que toda juventud siempre subraya.
Inclusive sus dos primeras películas, Luces de variedades y El jeque blanco (1951), ambas estupendas también, son más conocidas como mundo Fellini que El cuentero; de Luces de variedades se destaca que, no obstante que Fellini comparte créditos en la dirección con Alberto Lattuada, se percibe de inmediato el propósito discursivo de su cine repleto de personajes marginales.
En este panorama El Cuentero carece de las cartas credenciales de Los inútiles (1953), La strada (1954) y Las noches de Cabiria (1957), que dieron lustre de inmediato a la carrera de Fellini.
En las tres mencionadas hay una especie de luz equivalente a la esperanza, de gratificación a final de cuentas en medio de la miseria y, en cambio, El cuentero desecha sin pompa alguna la eventual redención de una mala acción de vida asimismo en medio de una atmósfera de pobreza.
En este sentido vale la pena detenerse en EL cuentero, porque estamos frente a la apuesta moral de Fellini más arriesgada dentro de un esquema sintáctico apiñado que semeja una fábula negra.
Para la época, aún frescos los saldos trágicos de la Segunda Guerra Mundial, Fellini se muestra osado y no otorga concesiones de ningún tipo a un planteamiento y sobre todo el desenlace que pudo verse como incorrecto con una de las secuencias más frías sobre dilemas éticos.
No era fácil para Fellini enfrentarse al excedente positivo que la entelequia pueblo tiene en las representaciones de la cultura de masas, muy fuertemente arraigadas en el imaginario. Es casi por inercia que se dirima cualquier drama a su favor cuando de contrastar se trata, pues en variados ocasiones, si no que la mayoría, se utiliza la condena clasista de los ricos como una píldora compensatoria social y políticamente hablando.
Intocable el espíritu del pueblo
El contexto universal fue adverso para historias cuyo centro sea una personaje que eluda la redención moral, como ocurre con El Cuentero.
Si consideramos que el cine en muchos países como en América Latina, México en particular, se había convertido en una masaje para la cultura popular y vuelto estandarte de los estado-nación surgidos de las revoluciones de principios del siglo XX, una apuesta de la naturaleza de Federico en El Cuentero se antoja a contracorriente y por demás provocadora.
La compensación a nivel de masas se daba en un arte que permitía esa sanción contra las clases pudientes. Si había un espacio que remediara esas asimetrías sociales, ese era el cine que ajusticiaba y hasta vengaba de la afrenta a los menos favorecidos por el poder.
Y la Italia del régimen fascista de Benito Mussolini no estuvo lejos de este cine de escape social y populista, donde brillaban las cintas de epopeyas, las comedias musicales y obras históricas, pero poco o nada se atendía de la realidad contemporánea como fue el objetivo principal de los neorrealistas.
Federico había escrito antes de El Cuentero uno de los mejores guiones de su trayectoria: Paisa (1964), filme dirigido por Rossellini, con quien Fellini colaboró en diferentes ocasiones. Fellini le escribió a Rossellini libretos como Roma, ciudad abierta (1945), El amor (1948), Francisco, juglar de Dios (1950) y Europa 51(1951). Y es que Paisa tal vez sea lo más granado entre los guiones de Fellini con una versión cruda de la Italia de la postguerra.
A mi gusto en El Cuentero, modera Fellini a la perfección los dilemas éticos de Augusto, el líder de la banda, y nunca da el giro posiblemente esperado del arrepentimiento.
Pienso en contraste con el espléndido discurso narrativo del director alemán Fritz Lang, que subordina el mensaje de sus cintas a una corrección política colectiva. Los verdugos también mueren (1943), era precisamente un homenaje al pueblo checoslovaco humillado por las imposiciones nazis, o M, el vampiro de Düsseldorf (1931) que en su conclusión muestra una voz comunal que enjuicia al criminal obseso.
Fellini no cede a esta válida decisión de inclinarse hacia una posición de defensa a ultranza del pueblo que hizo Lang. En todo caso la narrativa de Fellini se concentra en la vacuidad de los timadores y la levedad de los sentimientos de culpa.
Se entiende el desafío ético que propone Woody Allen en Crímenes y pecados (1989), donde la disyuntiva de la culpa del escritor ruso Dostoyevski se vuelve inoperante para entender la complejidad de la condición humana. Pero lo de Allen se da en una época donde permea una cierta licencia para enunciar, precisamente el fin de la culpa moderna. En cambio Fellini lo hace en 1955, 34 años antes, en un periodo de no mucha laxitud para la dualidad política de aquel momento.
Tres años después lo hizo el director francés Robert Bresson en Pickpocket (1959); Fellini en El Cuentero nos cuenta entonces la delgada línea entre el bien y el mal, no importando, por cierto, las injusticias sociales que orillan al hombre a ser y hacer lo que es.
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