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31.7.07

El adiós a los dos últimos "genios" del cine




Ingmar Bergman

"Cuando huye el día"
Smultronstället (Fresas salvajes) (1957)




Elenco:
Victor Sjöström Bibi Andersson Ingrid Thulin Max von Sydow

Dirección: Ingmar Bergman
Guión: Ingmar Bergman
Fotografía: Gunnar Fischer


"Fresas salvajes", de Ingmar Bergman: La vida a través de la muerte

Por: Roberto A. O
(ROSEBUD (Cinéfilos y Cinéfagos)

Se dice que antes de morir uno ve pasar toda su vida por delante de sus ojos, como si fuera una película. De esta manera, la muerte se presenta como otro paso más, como un cambio dentro de la vida en sí misma. No olvidemos que vida y muerte son dos entidades que van unidas, y que una es incapaz de existir sin la presencia de la otra. Igualmente todos nosotros, cuando nos enfrentamos a un acontecimiento que pueda dar un vuelco a nuestra existencia, nos replanteamos ciertas cosas. Ya podemos tener 20, 30 o 70 años, que siempre echamos un vistazo al pasado, a aquello que dejamos atrás, para comprobar si realmente ha valido la pena o si hemos hecho las cosas tal y como hubieramos deseado. Isak Borg, un anciano de 78 años, afamado médico muy querido por su comunidad ha llegado a ese punto. Debe acudir a la ciudad para que se le haga un homenaje como el gran médico que fue. Aprovechando el viaje físico, Borg se replanteará toda su existencia. Acompañado por la mujer de su hijo visitará la casa de su infancia, conocerá a diversas personas, y a través de los sueños reflexionará acerca de sus decisiones vitales .



"Fresas salvajes", desde un punto estrictamente cinematográfico, es un prodigio de síntesis narrativa. Bergman consigue narrar en apenas 90 minutos el hastío vital de una persona que a pesar de sus éxitos profesionales, se encuentra vacía y su vida está rodeada por la tristeza y la añoranza de los momentos perdidos. Todos y cada uno de los personajes que aparecen a lo largo del metraje tienen un peso específico, un papel fundamental para el desarrollo del protagonista. Así, los dos jóvenes junto a la chica ejemplifican la juventud, la alegría del vivir, el desparpajo de aquellos que ven a la muerte como una utopía, y que se muestran en total disonancia con el carácter frío, distante y decadente de Borg. La joven pareja de la gasolinera demuestra que Borg fue un gran hombre para la comunidad, y hace dudar de cual era su verdadero yo, de en que momentos se ponía su máscara. Por último, el matrimonio de mediana edad cuyo coche embiste al del protagonista, analizados a posteriori, son el espejo de la relación de Borg con su difunta esposa y del futuro del matrimonio de su propio hijo junto a su esposa.

Otra de las características que elevan a "Fresas Salvajes" a la condición de obra maestra es la presencia de los sueños, esbozados por Bergman a modo casi de pesadilla terrorífica. Como bien dice el propio Borg, "los sueños le dicen cosas que sería incapaz de oír si estuviera despierto": el miedo constante a la muerte, la incapacidad para afrontar los hechos más hirientes de su vida, o el temor a no haber sido una buena persona le persiguen hasta que el inconsciente se esconde tras el despertar. "Fresas Salvajes" tampoco sería lo que es sin la presencia de Victor Sjostrom en el papel de Borg. Su mirada cansada o sus andares pesados son la prueba de una personalidad aislada, de un hombre cuyos logros sociales no han podido paliar sus fracasos emocionales. Esa frustrada historia de amor con su prima, su gélida relación con su esposa (manifestación subconsciente de su relación con su madre), o el alejamiento que sufre de su hijo son los problemas que asaltan su mente, ya sea en plena conciencia o a través de sus sueños. Finalmente, y cual Charles Foster Kane, Borg regresa a su "Rosebud particular", a su infancia. Porque la infancia es el período más hermoso de nuestras vidas, aquel en el cual nada nos preocupa, donde únicamente vivimos, y en el cual las dudas existenciales no tienen cabida. Sin embargo, el último plano es revelador. ¿Acaso sigue estando tan solo y alejado Borg de aquellos a los que ama? ¿No hay espacio para la redención en nuestras vidas? Bergman rueda un final tan bello como abierto, sembrando la duda en el espectador. "Fresas salvajes" es, en definitiva, toda una reflexión acerca no solo de la vejez, sino también de como afrontar los cambios y las dificultades en nuestra vida. Bergman configura de forma implícita un manual de como vivir, luchando por la felicidad en cada momento, para evitar la nostalgia de un pasado que pueda tornarse en una horrible pesadilla. "Fresas salvajes" es, simplemente, un manual de instrucciones de la vida partiendo de la muerte.





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" Antonioni confirma su dominio del cine,que concibe como literatura, y con toda seguridad no hay nadie que pueda igualar sus significativos silencios ni la unidad temática y de estilo que se aprecia en sus tres últimas películas" Variety 1962












Dirección: Michelangelo Antonioni

guión: Michelangelo Antonioni , Tonino Guerra.
Colaboradores: Elio Bartolini, Ottiero Ottieri

Fotografía: Gianni Di Venanzo

Música: Giovanni Fusco

Elenco: Alain Delon, Monica Vitti , Francisco Rabal, Louis Seigner , Lilla Brignone.


"El Eclipse" por Jonathan Rosenbaum

La conclusión de la trilogía de Antonioni sobre la vida moderna de mediados del siglo XX (precedida por "La aventura" y "La Noche" ambas de 1960) es seguramente la mejor película de su carrera, pero tiene el argumento menos trascendental.
Eso es algo significativo. Una antigua traductora (Monica Vitti) se recupera de una desgraciada relación amorosa y conoce brevemente a un agente de bolsa (Alain Delon) en Roma.
En el sorprendente montaje de la secuencia final - tal vez lo más poderoso que ha hecho Antonioni- no aparecen estos dos personajes. Y como los dos protagonistas ofrecieron las interpretaciones con mayores matices y carisma de sus carreras, la conmoción de perderlos antes del final es vital en el devastador efecto que produce la película.

El Eclipse, alternativamente un ensayo y un poema en prosa sobre el mundo contemporáneo y la historia de amor como uno de los motivos, es notable por su riqueza visual y su atmósfera y por su polifónica y polirrítmica puesta en escena. (...) Pero es probablemente la secuencia final, que depende más del montaje que de la puesta en escena, lo que mejor resume la esperanza y la desesperación de la visión del cineasta



















El Silencio..

Ahora si, el silencio de dos de los genios que nos acompañaron a pensar y a indagar sobre nuestros miedos, nuestras dudas, nuestra existencia... el hombre moderno y Dios. El silencio de una pantalla que no vuelve. ¿Son otros los tiempos? ¿otros los conflictos, las dudas? ¿O es que los espectadores de hoy solo buscan entretenimiento de masas y escapan de un cine mas intelectual? Hoy, que cada vez se lee menos, los tiempos cliperos de la TV imponen su ritmo a las retinas. ¿Porqué ya no hay creadores que nos peguen con obras tan gigantes como las que dejaron aquellos llamados "genios" de otras épocas del cine?

Son muchas las dudas que tengo por lo que fue y ya no es.Y cuando leo que en los 50' y 60' los filmes de Bergman, Antonioni, Visconti, Godard, Truffaut, Kurosawa, Bresson, Cassavetes, Tarkovski, Torre Nilsson, Fellini, Pasolini y otros tenían aqui más éxito que en otros puntos del planeta, agotando localidades con colas que daban la vuelta a la esquina, ahí es cuando me pregunto qué es lo que ocurrió.

Y si... es el silencio de los espectadores de aquellas épocas que ya no están, dejando detrás un sinfin de gigantes salas que han cerrado, dando lugar a otras más pequeñas de shoppings para consumo de cine pochoclero. Estoy triste, pero afortunadamente sigo sorprendiéndome con las inmortales obras que nos dieron, con las que descubro por primera vez, con las que vuelvo a ver repetidas veces, con el placer de descubrir la fascinación de algunos espectadores cuando finaliza un filme en los ciclos que programamos.


Jorge Russo




Me cuesta creer como se dan las cosas a veces. Bergman y Antonioni han muerto. Bergman y Antonioni, que compartieron una misma preoocupación por el ser humano, registrándolo en su momento de mayor crisis e inseguridad, desamparado en su espíritu, victima de la alienación y la incomunicación. En su distanciamiento tan poco mediterráneo, Antonioni se acercó mucho a la frialdad nórdica de Bergman; la casualidad quizo que ambas partidas se hayan registrado el mismo día. Con ellos desaparecen los dos últimos cineastas que quedaban vivos de toda una legión creadora de una cierta manera de representar la realidad con imagenes y sonido. Gente grossa todavía queda, si. Pero se terminó esa época en la que las pantallas del mundo recibían a Chaplin, Welles, Fellini, Hitchcock, Truffaut, Ozu, Visconti, Torre Nilsson, Bergman, Ray, Kurosawa, Rossellini, Tarkovski y Antonioni. Que pena me da.
Ricardo Watson







Ingmar Bergman (1918-2007) Escenas de la vida de un genio

A los 89 años, falleció ayer el cineasta sueco que indagó como nadie en las profundidades de la condición humana

No sabremos si la muerte habrá tenido para él, como la imaginó más de una vez, el empolvado rostro de un payaso: aquel de mirada obscena y risa maliciosa que acosaba a Carl, el pobre tío inventor entre cuyos papeles encontró la inspiración para En presencia de un payaso (1997), o aquel otro, blanco y sin secretos, que conversaba mientras jugaba al ajedrez en El séptimo sello y había sido –como él mismo admitió– “el primer paso en la victoriosa lucha contra el miedo a la muerte”. La obra de Ingmar Bergman, al fin, conformó una única y dilatada película que era como un eco de su propia vida y sus propias angustias, un interminable interrogante sobre el sentido de la existencia, la muerte, el amor y la fe. Y también sobre la fascinación irresistible de la ficción, del arte como la tabla de salvación a la cual aferrarse como al espejismo que distrae y consuela y quizás hace posible elevarse cuando la muerte asedia y la única sensación que se percibe es la del hundimiento.

La ficción del cine o la del teatro –por donde empezó su trayectoria impar– eran su modo de combatir el caos, de organizar el desorden. En ese afán, este gran inquisidor del alma humana puso cada vez más sus propias experiencias bajo el microscopio en una progresiva profundización de los grandes temas existenciales. Así, hizo del cine un espacio para la meditación filosófica y echó luz sobre la tragedia de la condición humana. No extraña que él solo ocupe uno de los capítulos más trascendentales de la historia del arte contemporáneo: su obra impuso al mundo una nueva forma de aproximarse al fenómeno cinematográfico.

Sobre Ingmar Bergman se ha escrito todo, o casi todo. Se ha escudriñado en su biografía en busca de señales que explicaran el secreto de su genio; se lo interrogó –la mayor parte de las veces, en vano– esperando recibir, encerrados en los estrechos límites de las palabras, los sentimientos e intuiciones del mundo y de los hombres que él fue atrapando y traduciendo en imágenes durante casi toda una vida; se le destinaron los elogios más justos y los más ampulosos; sus películas, sus piezas teatrales, sus declaraciones periodísticas, sus puestas en escena, sus libros fueron desmenuzados hasta el descuartizamiento. Poco puede añadirse en estas pocas líneas de despedida.

Habrá que repetir que ninguno de los grandes temas de la existencia le fue ajeno: de la vulnerabilidad del ser humano y su incapacidad para alcanzar los propios objetivos a las inestabilidades de la relación amorosa, del desasosiego y el temor ante el silencio de Dios a la soledad del individuo y la hipocresía que suele contaminar la relación con el prójimo. Y habrá que recordar datos sustanciales de su biografía: su nacimiento en Upsala, en 1918; su condición de hijo de un severo pastor luterano cuyo rígido código moral no admitía contravención alguna; su descubrimiento de las marionetas, origen de su fascinación por el teatro y en general por todo el arte de la representación; el famoso episodio doméstico de la Navidad de 1928, cuando un canje de regalos con su hermano mayor Dag le puso en las manos por primera vez un proyector de cine; sus primeras experiencias de espectador. También las primeras manifestaciones de esos demonios interiores que colmaron su infancia de pesadillas y arranques irracionales y que serían el antecedente de tantos desarreglos físicos y psíquicos padecidos en la vida adulta.

De estos demonios, de aquella fascinación y de la férrea disciplina paterna, que lo llevó a la rebelión pero también marcó su modo de afrontar cada responsabilidad, se alimentó su obra, una única y extensa película que Bergman fue cincelando laboriosamente al tiempo que ganaba reconocimiento prácticamente unánime como gran artista -para muchos, el más grande- del cine contemporáneo.

El alquimista

Curiosa alquimia la que dio como resultado la sólida construcción bergmaniana. Los conflictos vividos en carne propia, la desesperada búsqueda de Dios, el miedo a la muerte, los duelos, los sinsabores afectivos le dieron el material para imaginar otras vidas más intensas que la real. La rigurosa disciplina que lo maltrató en la infancia le sirvió para controlar el tumulto interior y devolverlo transfigurado en emociones artísticas. Y el territorio donde pudo dar rienda suelta a su desolación, su escepticismo o su fe fue el de la fantasía, aquel mundo poético que había conocido llevado por las marionetas y que lo pondría después cara a cara con los films de Victor Sjöstrom y los dramas de August Strindberg.

Entró en el cine como guionista de Alf Sjöberg y Gustav Molander antes de debutar como director con Crisis (1945). A esa primera serie de films en los que desfilan, nada casualmente, padres y profesores autoritarios, castigos, soledades y humillaciones pertenecen Prisión , La sed , Hacia la felicidad , Juventud, divino tesoro . Aquí, Un verano con Mónica fue, en 1953, su primer gran éxito. Su nombre ya empezaba a ser tan familiar como las audacias del cine sueco. (Fue en una muestra realizada en 1952 en Punta del Este donde el cineasta ganó su primer reconocimiento internacional.)

Después, la crisis se tornó metafísica y se tradujo en obras admirables: El séptimo sello , La fuente de la doncella , Cuando huye el día , Detrás de un vidrio oscuro , El silencio .

Otro tema fue el artista, la máscara, la mentira - Noche de circo , El rito , Persona- ; otro más, el universo femenino - Secretos de mujeres , Tres almas desnudas , Gritos y susurros- . Imposible reseñar una obra tan vasta, tan compleja y tan rica como ésta, que va de la travesura escéptica de Sonrisas de una noche de verano a la sabia reconciliación con la vida de Fanny y Alexander y al formidable ciclo sobre la vida en pareja que cerró en su obra final: Saraband .

Esos títulos son la mejor prueba de la grandeza de su autor, un creador genial que hasta tuvo conciencia, autocrítica y valor para decidir el momento de su silencio. Son también testimonio de su triunfo final sobre la muerte y el olvido. Seguirán siéndolo.


Por Fernando López
Para LA NACION


De Strindberg a Ibsen

Aunque decía que el cine era su trauma y su pasión, se consideraba un hombre de teatro. De joven dirigió a un grupo de estudiantes universitarios, y a los 23 años escribió la obra La suerte de Gaspar. Estuvo al frente de varias salas oficiales hasta llegar al Real Teatro Dramático de Estocolmo entre 1963 y 1966, y de 1985 a 1995. Allí, montó obras de Stindberg y, en el segundo período, dirigió textos de Shakespeare, O Neill e Ibsen.

"Miro las palabras como si fueran notas e intento comprender su significado -dijo en un reportaje-. Quiero que mis experiencias, mi comprensión y entendimiento para traducir palabras se conviertan en emociones para ofrecérselas a actores y juntos dárselo al público. Ese es un mundo muy apasionante."


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Bergman
El hombre que vivió en sueños y filmó la realidad


Por Luciano Monteagudo
















Veinte años atrás, en su autobiografía, Linterna mágica, Ingmar Bergman amenazaba con un nuevo retiro, uno de los tantos que afortunadamente nunca cumplió. Decía: “Intuyo un ocaso que no tiene nada que ver con la muerte, sino con la extinción. A veces sueño que se me caen los dientes y escupo pedazos amarillos carcomidos. Me retiro antes que mis actores o mis colaboradores vislumbren al monstruo y los invada el asco o la compasión. He visto a demasiados colegas morir en la pista del circo como payasos cansados, aburridos de su propio aburrimiento, silbados o abucheados o cortésmente silenciados, apartados de los focos...”.

En la madrugada de ayer, Bergman dejó finalmente el circo de este mundo. Hace unos días, apenas, había cumplido 89 años: nacido el 14 de julio de 1918, en Upsala, ese “pequeño esqueleto con una nariz grande y roja” (como anotó con decepción la madre en su diario, pocos días después del parto) llegó a convertirse en un realizador esencial de la historia del cine, en una figura clave del teatro europeo de posguerra, en un visionario de la TV. Y en la más valiosa carta de presentación ante el mundo que tuvo su país durante décadas: desde hace más de medio siglo, cuando su obra empezó a tener difusión internacional, Bergman se convirtió en sinónimo de Suecia, mal que les pese a August Strindberg, Greta Garbo o Ingrid Bergman.

Si hay algo que en la fatal partida de ajedrez con la muerte el realizador de El séptimo sello logró evitar fue esa decadencia, esa humillación a la que tanto le temía y que reaparecía una y otra vez en su obra, como una pesadilla recurrente. Recluido en su isla de Farö, rodeado de sus libros y películas (se dice que atesoraba una cinemateca personal con más de 400 copias en 35 mm), Bergman siguió escribiendo con el frenesí de siempre –guiones, piezas teatrales, memorias– y en la última década incluso se permitió dirigir dos films para la TV que pueden considerarse la summa de su pensamiento artístico, una conmovedora reflexión sobre sus eternas pasiones, el teatro, la música, el cine.

En Saraband (2003), pieza de cámara para dos personajes que queda como su largometraje final, Bergman, con su voluntad demiúrgica incólume, decidió volver sobre el matrimonio de Escenas de la vida conyugal –Erland Josephson y Liv Ullmann– y provocar un reencuentro. Pero nunca fue un sentimental y tampoco estaba dispuesto a ceder al final de su vida: el paso del tiempo nunca lo enterneció ni lo puso melancólico. En todo caso, lo hizo volver a la pregunta que lo había obsesionado durante estos últimos años. Si en los ’60 –particularmente en la trilogía de Detrás de un vidrio oscuro, Luz de invierno y El silencio– parecía interrogarse obsesivamente por la existencia de Dios, a partir de Escenas... (como en el primer comienzo de su cine: Un verano con Mónica, Juventud divino tesoro), no deja de preguntarse por la naturaleza del amor. ¿Existe realmente? ¿Cómo se manifiesta? ¿Tiene algo de espiritual o es una expresión puramente física? Otras preguntas cruciales se sumaban en Saraband, la película de un hombre tan sensible como intransigente, que se casó cinco veces y tuvo nueve descendientes: ¿Un hijo puede amar realmente a su padre? ¿De qué manera? ¿Por qué?

El caso de su anteúltimo film, En presencia de un clown, es distinto. Aquí continuaba la exploración de ese misterioso haz de luz plagado de fantasmas que descubrió en su infancia, cuando durante una Navidad le cambió a su hermano mayor un centenar de soldaditos de plomo por un proyector de juguete, con el que vio sin cesar la misma película de apenas un par de metros, en la que se veía fugazmente bailar a una niña. Aquella escena primaria fue evocada por Bergman en los momentos iniciales de su monumental Fanny y Alexander –un testamento cinematográfico que siempre se negó a ser tal– y esa misma linterna mágica volvió a estar en el centro de En presencia..., en el que Bergman recuerda una vez más a su tío Carl, que en los años ’20 salía por los pueblos de Suecia a exhibir sus propias películas y que, cuando el rudimentario proyector se averiaba, recogía la sábana raída que oficiaba de pantalla y continuaba la función con su troupe de actores, bajo la luz de unas velas.

Ya en Cuando huye el día (1957), uno de sus films mayores, el viejo profesor, en camino a la consagración académica y a la muerte, tenía la emocionante visión de sus padres jóvenes, sentados a orillas de un río. Es una imagen rescatada de los recuerdos familiares de Bergman, que hizo de su infancia su patria, una patria cruel –plagada sobre todo de pesadillas y terrores nocturnos, oscurecida por la sombra de ese severo pastor protestante que fue su padre– pero que siempre nutrió de imágenes y de materia dramática a casi toda su obra. Creador inagotable –46 largometrajes, más de 130 puestas teatrales, innumerables piezas propias para la escena, la radio y la TV– Bergman conjuró sus demonios interiores hasta convertirlos en materia de su arte. “Vivo continuamente dentro de mi sueño y hago visitas a la realidad”, escribió. Y desde esa tenue frontera entre ficción y realidad, entre el sueño y la vigilia que siempre dominó su obra –¿cómo olvidar La hora del lobo?–, se cuestionó no solamente a sí mismo y sus fantasmas, sino que también interpeló a Dios, con la furia del ateo que alguna vez fue creyente. (En Detrás de un vidrio oscuro Dios queda comparado a una enorme araña que acecha en el piso de arriba...)









En un artículo de la revista Cahiers du Cinéma, a raíz del estreno en Francia de Juventud divino tesoro (1950), un crítico llamado Jean-Luc Godard escribía: “El cine no es un oficio. Es un arte. No es un equipo. Se está siempre solo, tanto sobre el plató como ante la página en blanco. Y para Bergman estar solo es hacerse preguntas. Y hacer films es contestarlas. Es imposible ser más clásicamente romántico”. Más tarde, el propio Bergman consideraría que Godard no estaba hablando tanto de Bergman como de sí mismo, pero aun así la frase resume de manera notable el método de trabajo del cineasta sueco, que siempre se interrogó en sus films no sólo sobre problemas de orden metafísico sino también sobre las más terrenas cuestiones de pareja, como lo demuestran incluso sus comedias Una lección de amor (1954), Confesión de pecadores (1955) y la aclamada Sonrisas de una noche de verano (1955), que le valió su tardío reconocimiento en el Festival de Cannes.

Formado junto al maestro Víctor Sjöstrom (a quien siempre consideró su verdadero padre: su padre artístico) en el marco del la rígida estructura de los estudios suecos, filmando desde 1945 una película tras otra, sin solución de continuidad, Bergman supo encontrar allí –y también en el Teatro Real de Estocolmo– la familia artística que integraron sus prodigiosos actores y actrices, una galería encabezada por Mai Zetterling, Gunnar Björnstrand, Eva Dahlbeck, Anita Björk, Harriet Andersson, Max Von Sydow, Bibi Andersson, Ingrid Thulin, Liv Ullmann y Erland Josephson (con quien compartía una amistad que se remontaba al colegio secundario). Todos ellos supieron de sus neurosis y de su mal carácter, de sus arranques de furia y de su inestabilidad emocional, pero comprendieron también que no había nadie como Bergman que pudiera extraer de sus rostros –el rostro es el elemento clave de su cine, el secreto factor de unidad de todos sus films– sus misterios más insondables. “Siento la necesidad acuciante de apuntar la cámara sobre los actores, lo más cerca posible, acurrucarlos contra la pared, extraerles hasta la última expresión, hacer estallar los límites que se han fijado”, confesaba, ratificando la idea que estaba detrás de obras maestras como Persona (1966) o Cara a cara (1976), construidas casi exclusivamente con primeros planos de sus actrices.

Aunque los abismos a los que se asoma en cumbres como Noche de circo (1953), Vergüenza (1968) o Gritos y susurros (1972) pudieran hacer pensar lo contrario, no siempre se sufre con Bergman. A pesar de sus momentos oscuros, Fanny y Alexander le permitió al director “dar forma a la alegría que a pesar de todo llevo dentro de mí y a la que tan rara vez y tan vagamente doy vida en mi trabajo”. Otro tanto sucedió con su luminosa versión de La flauta mágica (1974), la ópera de Mozart que él consideraba “una compañera de por vida”. Siempre dijo que el teatro, las bambalinas, eran su “verdadero hogar” y que allí fue feliz, aunque imaginaba que la Muerte lo acechaba obstinadamente, detrás de las cortinas de un escenario, disfrazada con la máscara cruel de un payaso: así transcurrieron sus últimos años, En presencia de un clown...

La TV, que a priori podría pensarse como su enemiga, lo tuvo sin embargo como su mejor aliado, como un pionero, como un “teleasta” avant la lettre: cuando nadie hablaba de video, ni de formas híbridas ni de telefilm, Bergman –con El rito, en plena efervescencia de mayo ‘68– ya filmaba para la TV. “Me gusta mucho trabajar para la TV, me doy cuenta de lo importante que es”, le confesaba al crítico francés Serge Daney. “En Suecia, vivimos muy alejados unos de otros, y el hecho de encender a la noche esta ventana mágica en la oscuridad es una comunicación enorme, fantástica.”

Y finalmente la música: todo su cine parece atravesado por la música, no tanto como recurso dramático-sonoro (siempre fue muy austero en este sentido: en todo caso prefería el silencio) sino más bien por su apelación a las formas musicales, a sus estructuras, a sus temas. No parece casualidad que el director de Sonata otoñal haya titulado a su película final Saraband. La zarabanda es una danza lenta, solemne, que forma parte de las sonatas. Aquí, Bergman aprovecha una de las sonatas para violoncelo de Bach para resolver dramáticamente una de las escenas más intensas, complejas y conmovedoras de la película. Esa misma gravedad de la música de Bach es la que destila el cine de Bergman: la misma severidad, la misma precisión, la misma belleza.



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El fervor de la conexión rioplatense

Ingmar Bergman obtuvo sus primeros premios internacionales en los festivales de Cannes de 1956 (por Sonrisas de una noche de verano) y 1957 (por El séptimo sello), pero la historia de su descubrimiento tiene marcados acentos rioplatenses, particularmente uruguayos. En 1952, el Cantegril Country Club organizó el Segundo Festival Cinematográfico de Punta del Este, que no tenía jurado ni premios oficiales. Había, sin embargo, un jurado de la crítica, integrado entre otros por Homero Alsina Thevenet, Emir Rodríguez Monegal y Antonio Larreta, que no tardó en reconocer las virtudes de Juventud divino tesoro (1950), el primer film que llegaba a América de un sueco desconocido llamado Bergman. A partir de ese momento, abundaron en el periodismo uruguayo notas sobre el realizador, de quien se fueron estrenando sucesivamente todos sus films. En junio de 1953, Alsina Thevenet le dedicó a Bergman un artículo de diez páginas en Film, la revista especializada que él había fundado y dirigía. Se supone que ésa fue la primera revisión analítica que se haya publicado sobre Bergman fuera de Suecia, aunque desde luego fueron abundantes las reseñas sobre estrenos de sus películas, tanto en Uruguay como en la Argentina, donde comenzaron a llegar sus películas con gran éxito de crítica y público a partir de 1954. Unos años antes que a Cannes, por caso. “Es curioso que durante tanto tiempo la crítica europea, fuera de Suecia, haya ignorado a Bergman –escribían Alberto Tabbia y Edgardo Cozarinsky hacia 1958 en un legendario volumen monográfico titulado Flashback–. En este extremo de Sudamérica, Bergman impresionó profundamente desde que su obra comenzó a ser conocida.”

En junio de 1959, con las trece películas de Bergman estrenadas en Buenos Aires hasta esa fecha, el distribuidor y exhibidor Alberto Kipnis organizó en el mítico cine Lorrai
ne de la avenida Corrientes la primera retrospectiva local. “Obtuvimos el record de público: 1780 localidades vendidas en un día, en una sala cuya capacidad es de sólo 300 butacas”, se entusiasmaba por entonces Kipnis, que siguió repitiendo esas muestras durante años, actualizándolas con nuevos títulos y publicando monografías que acompañaban las proyecciones, al punto que en la década del ‘60, el fenómeno de la bergmanmanía era un distintivo de la vida cultural porteña.

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Michelangelo Antonioni (1912-2007)
Adiós al gran poeta del dolor existencial
Falleció en Roma el lúcido y sensible cineasta que, como Bergman, se valió de la imagen para indagar el alma humana




"Sabemos que debajo de la imagen revelada hay otra, más fiel a la realidad, y debajo de ésta hay otra, y todavía otra debajo de esta última. Hasta llegar a la verdadera imagen de esta realidad, absoluta, misteriosa, que nadie verá nunca. O quizás hasta la descomposición de toda imagen, de toda realidad." Michelangelo Antonioni estaba convencido de que si hay un camino hacia la interioridad, éste transcurre por debajo de la superficie de las cosas, y por eso se empeñó durante más de sesenta años en capturar esa imagen última, secreta y absoluta. Aun sabiendo que el esfuerzo sería vano, no claudicó: tenía la mirada iluminada del poeta y la sensibilidad prodigiosa en estado de alerta para estimular sus intuiciones y traducirlas en imágenes que quizás otros ojos sabrían ver mejor que los suyos. Con esa mirada trascendió el registro del mundo real que había impuesto el neorrealismo. Antonioni, que venía de ahí, reveló el significado de los espacios vacíos, desplazó del centro de la escena al personaje -omnipresente guía de las historias- y permitió que objetos, ambientes y paisajes abandonaran el segundo plano y hablaran por él. Con esa mirada, cambió también la nuestra: en su cine, el espectador supo percibir en la ausencia el desierto interior y el silencio del corazón, descubrió la importancia de los tiempos muertos y de los grandes espacios mudos y sintió en los paisajes desolados la constante, dolorosa nostalgia de lo humano. Fueron muy pocos los maestros que intentaron una representación del alma.

Entre ellos, el creador de La aventura ocupa, sin lugar a dudas, un lugar especial. Junto a Bergman, claro, a quien el azar quiso unirlo en estas horas en que el cine sufre la pérdida de los dos más grandes sobrevivientes de una época de oro. Indagar en la desazón Se lo llamó poeta del desamor y de la incomunicación, quizá porque la etapa más fructífera e innovadora de su carrera se concretó en la célebre trilogía sobre la desazón existencial integrada por La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962), a la que algunos suman un cuarto título, El desierto rojo (1964), su primera y determinante incursión en el color. Pero este ferrarese de origen burgués también fue el observador implacable del deterioro ético de su clase y apasionado examinador de los misterios femeninos ( Crónica de un amor , 1950; La dama sin camelias , 1953; Las amigas , 1955); el que indagó en las relaciones entre el individuo y la realidad ( El grito, 1957), y el que, a partir de Blow up (1967), que algunos llaman su film-manifiesto, desarrolló un discurso sobre las posibilidades cognoscitivas del medio cinematográfico, que se prolongarían en El pasajero (1975) y Más allá de las nubes (1995). Inquietudes que lo llevaron al enriquecimiento de su lenguaje fílmico y a la experimentación con las nuevas tecnologías ( El misterio de Oberwald -1980-), íntimamente ligadas, según su visión, al futuro del cine. "Una imagen sólo es esencial si cada centímetro cuadrado de esa imagen es esencial", sostenía, y están ahí todas sus películas para mostrar que fue esa búsqueda infatigable la que guió sus pasos. Por eso, fue de importancia relativa que la enfermedad sufrida en 1985 lo dejara sin palabras: al fin, su lenguaje nunca se apoyó demasiado en ellas ("No tengo facilidad de palabra, más bien tengo facilidad de imagen", decía, si bien lo desdice el bello volumen de relatos aquí conocido como Más allá de las nubes ). Su objetivo siempre fue reducir hasta el límite la acción física dentro de la narración y eliminar hasta donde fuera posible acciones y diálogos, de forma que el espectador se distrajera poco con lo episódico.

Un maestro reconocido Casi 95 años de vida, 16 largometrajes (sin contar su participación en films colectivos); 15 cortos; más de 150 premios; centenares -quizá miles- de trabajos (incluidas varias películas) acerca de su obra fílmica, a las que habría que agregar las innumerables retrospectivas que se le han dedicado en todo el planeta desde que se lo reconoció como original autor de un cine introspectivo, novedoso en la libertad de su concepción narrativa y fascinante en su perfección formal. Si es el lenguaje de los números el que certifica la magnitud de un artista, la importancia de Antonioni está más allá de toda sospecha. Pero hay argumentos menos banales: por ejemplo, la influencia que en otros cineastas, la mayoría mucho más jóvenes que él, tuvo su obra, no tan extensa como harían pensar los sesenta años que le dedicó. Sucede que la carrera de Antonioni enfrentó obstáculos. Con la censura en Los vencidos (1952). Con los políticos en su documental sobre China, que pasó 32 años prohibido en aquel país. Con proyectos que se vieron malogrados por falta de respaldo financiero o que el propio artista prefirió descartar por no responder a sus íntimas necesidades expresivas: "Si un tema no me interesa, no puedo, no quiero ni debo filmarlo. Soy dueño de elegir, aunque sepa que esa coherencia deberé pagarla de algún modo", admitía.

En el cine de Antonioni nada es obvio, nada está explícito, las anécdotas son minúsculas; su lenguaje, eminentemente visual, invita a detenerse en las imágenes no para salir a descifrar signos, sino para hallar en ellas -o mejor, en uno mismo- los ecos y las vibraciones que despiertan. El mundo sigue siendo ese escenario incomprensible por el que deambulamos en busca de algún vínculo que nos haga sentir menos ajenos. Antonioni intentó descubrirlos detrás de las apariencias, atisbando el alma de sus personajes para desnudar sus conflictos más hondos. Por eso los enfrentaba a esas perspectivas sin final donde el tiempo se hace visible. No hay remedio para la melancolía ni modo de atrapar lo efímero, parecía decir con su cine, pero la belleza -la verdadera belleza- bien puede encender alguna luz en el vacío en lugar de disimularlo bajo el estrépito de la trivialidad. "Los films de Antonioni -advertía su frecuente guionista Tonino Guerra- contienen una verdad y una modernidad que se descubren siempre después." Como un perfume que perdura. Antonioni, que construyó una obra significativa acerca de la fugacidad (de los encuentros, de los sentimientos, del tiempo, de la vida), logró atrapar más de una vez en sus imágenes el misterio de la belleza. Y esa belleza no es efímera.

Por Fernando López Para LA NACION











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El cineasta que se aventuró en el espíritu de su época

Realizador de títulos fundamentales del cine italiano de los años ’60, como La aventura, La noche, El eclipse y El desierto rojo, Antonioni siguió el camino del “neorrealismo interior”, buceando en los signos de época que determinaban la conducta de sus personajes.


Por Luciano Monteagudo

Era, qué duda cabe, el último, el más grande cineasta vivo que le quedaba a Italia. En pocos días más, el 29 de septiembre, Michelangelo Antonioni habría cumplido 95 años, pero la muerte, envalentonada, pasó a buscarlo ayer, apenas 24 horas después de que se ocupara de Ingmar Bergman, como si con ellos se quisiera llevar una parte esencial de la cinefilia de los años ’60.


Desaparecidos hace tiempo Luchino Visconti, Federico Fellini y Pier Paolo Pasolini –de quienes lo separaban enormes diferencias de orden estético–, Antonioni era el último superviviente de una generación que fue capaz de poner a Italia a la vanguardia cinematográfica, una eclosión de talento que vino a reemplazar e incluso a cuestionar al neorrealismo al mismo tiempo que Vittorio de Sica y Roberto Rossellini seguían en plena actividad. A diferencia de sus contemporáneos, Antonioni no fue un cineasta prolífico, apenas 16 largometrajes y otros tantos cortos a lo largo de seis décadas de trabajo. Pero como puso en perspectiva la retrospectiva integral, con copias restauradas a nuevo, que le dedicó la Mostra de Venecia 2002 y que luego se paseó por todo el hemisferio norte (para las autoridades culturales italianas el sur parecería que no existe), Antonioni fue un autor que –con films hoy clásicos como La aventura y El desierto rojo– se convirtió en uno de los pilares de la revolución que a fines de los años ’50 y comienzos de los ’60 propició el ingreso del cine a la modernidad.
Aquel cisma se puso en marcha mucho antes. En 1943, mientras en una orilla del Po Luchino Visconti rodaba Obsesión –su versión libre de la novela El cartero llama dos veces, de James M. Cain, que se convertiría en una de las piedras basales del cine italiano de posguerra–, en la otra Antonioni filmaba su primera película, Gente del Po, un cortometraje documental dedicado a los hombres y mujeres más desposeídos de Italia, a quienes el régimen fascista no quería ver reflejados en la pantalla.
Los avatares de la guerra impidieron que Antonioni pudiera completar entonces el film (exhibido recién en 1947), pero ya estaba germinando el neorrealismo, que alcanzaría su máxima expresión en el cine de Rossellini y De Sica.

Antonioni, sin embargo, seguiría otro camino, muy distinto, el del “neorrealismo interior”, como ha señalado el crítico Carlo Di Carlo, curador de la retrospectiva veneciana. A los 38 años, luego de haber estado a punto de filmar El sheik blanco (que finalmente rodó Fellini), Antonioni concretó en 1950 su primer largo, Crónica de un amor, donde ya se perciben los rasgos que marcarían su obra posterior: una mirada crítica sobre la nueva burguesía, la concentración en el universo femenino y sobre todo la percepción de un mundo interior y de sus síntomas en relación con la realidad. En palabras del propio Antonioni: “Me parecía que ya no era tan importante examinar los lazos de los personajes con el ambiente sino bucear dentro del personaje, para ver de todo aquello que habían atravesado –la guerra, la posguerra– qué había quedado en ellos, saber cuáles eran no ya las transformaciones de su psicología y de sus sentimientos, sino los signos de esa evolución”.

La profundización de este camino tendría escalas previas en La dama sin camelias (1953), Las amigas (1955) y El grito (1957), pero su consolidación y reconocimiento internacional llegaría con la llamada “trilogía de los sentimientos”, integrada por La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962), premiadas en los festivales de Cannes y Berlín. Es el momento en que se habla de la “alienación” de los personajes, de su inestabilidad emocional, de su fragilidad frente a un mundo que por entonces estaba cambiando vertiginosamente.
De todo eso, hoy queda más que nada el registro del espíritu de una época, la diagnosis casi antropológica de un determinado momento y de una determinada generación. Pero si hay algo que permanece inalterablemente vivo y presente del cine de Antonioni, si hay algo que afirma su modernidad a ultranza es la manera en que percibe el mundo, la sensibilidad de su mirada, su capacidad de “esculpir en el tiempo”, para utilizar el concepto de Andrei Tarkovski.

Ningún film lo prueba mejor que El desierto rojo, ganadora en 1964 del premio máximo de la Mostra de Venecia, el León de Oro. El conflicto de Monica Vitti –su musa, el rostro con quien queda asociado para siempre el cine de Antonioni– parece hoy irremediablemente fechado, lo mismo que la metáfora de su “enfermedad”, que era la inadecuación de la burguesía italiana de entonces a su súbito y milagroso éxito económico. Pero el uso del color, al que Antonioni se vuelca por primera vez, es tan deslumbrante en El desierto rojo, sus composiciones son tan intensas, la duración de los planos tan perfectas, que hacen del film un objeto estético autónomo y desnudan de qué manera el cine se ha empobrecido desde entonces en sus modos de expresión. Hay algo que reafirma también en Il deserto rosso –como antes en L’avventura– la modernidad de Antonioni: el suyo es un cine abierto, liberado de la clásica estructura aristotélica, entregado al misterio del sentido, que ya no puede ser unívoco.
Roland Barthes escribió en 1980 un famoso texto titulado “Cher Antonioni”, una suerte de carta abierta donde elogiaba la visión que Antonioni tenía del mundo como artista, como poseedor de una sensibilidad capaz de expresar el espíritu de su época.

En dicho texto, Barthes define los rasgos esenciales de la modernidad del cineasta: “Muchos toman lo moderno como una bandera de combate contra el viejo mundo, contra sus valores comprometidos; para usted, lo moderno no es el término estático de una fácil oposición; lo moderno es, por el contrario, una dificultad activa para poder seguir los cambios del tiempo, no sólo en el nivel de la gran historia, sino en el interior de esa pequeña historia de la que la existencia de cada uno de nosotros constituye la medida”.

En los primeros años ’60, Antonioni radicaliza su propio método, que había comenzado a esbozar en El grito: las acciones del relato son mínimas, los movimientos han sido casi eliminados y sus personajes parecen estar bloqueados. Cobran preeminencia las formas arquitectónicas y las figuras abstractas, al punto que su cine rompe definitivamente con uno de los elementos fundamentales de la poética neorrealista: la posibilidad de hacer coincidir lo real con lo visible. Como señala el crítico español Angel Quintana: “Antonioni demuestra cómo lo visible puede abrirse hacia dimensiones mucho más vastas que lo real. A partir de las figuras de la realidad, Antonioni construye un espacio fílmico cercano a la tela de un pintor racionalista abstracto. La geometría del mundo ha acabado eclipsando también a las personas, las ha anulado y las ha disuelto en el paisaje urbano”.
Como un artista plástico que pasa de una técnica a otra, después de haber probado el color Antonioni nunca más lo abandona. Y lo utilizará cada vez de forma más personal y expresiva. En Blow Up (1966), rodada en el swingin’ London de la época a partir del relato Las babas del diablo, de Julio Cortázar, Antonioni vuelve a tomarle el pulso a su tiempo y gana la Palma de Oro del Festival de Cannes. En Zabriskie Point (1970) se aventura en el desierto californiano, descubre los movimientos contraculturales que se agitan en la juventud universitaria de Estados Unidos e imagina el estallido de la sociedad de consumo. Y con El pasajero (1974), protagonizada por Jack Nicholson y Maria Schneider, consigue el que quizás sea su film mayor, el que mejor ha logrado atravesar la prueba del tiempo, una reflexión sobre la disolución –psicológica, histórica, social– de la identidad.

Paradójicamente, a partir de El pasajero –cuyo último plano, por su complejidad técnica y riqueza semántica, todavía sigue siendo objeto de estudio– el cine de Antonioni también comenzó a desaparecer, un poco como el personaje de Nicholson. Recién ocho años después se conoció el siguiente trabajo de Antonioni, El misterio de Oberwald (1980), una relectura de El águila de dos cabezas de Jean Cocteau, protagonizada por su amada Monica Vitti, que le sirvió como campo de experimentación para probar la textura y las posibilidades de un soporte por entonces relativamente nuevo, el video, al que le extrajo sus colores más rabiosos. Con Identificación de una mujer (1982), Antonioni se volvió autorreferencial: la historia de ese cineasta italiano que después de años en el exterior vuelve a filmar a Roma era un poco la suya, como también su inadecuación al mundo. El crítico francés Serge Daney fue quien mejor entendió la película: “Ya casi nadie sabe (o ve) hacer cine como Antonioni. Este film se hallará muy alejado del gusto actual y de su chatura o, al contrario, demasiado conforme al ‘Antonioni de siempre’, convertido ya en monumento histórico. No sería justo que tales cosas ocurran. A pesar de la belleza plástica de cada instante (digna de un Piero Della Francesca erotómano, digamos), surge del film un fuerte sentimiento de impaciencia, debido quizás al deseo de recuperar el tiempo perdido (dos películas y un video en diez años)...”

En 1985, un ataque cerebrovascular dejó a Antonioni con serios problemas de habla y movilidad, lo que no le impidió diez años después concretar su último largometraje, Más allá de las nubes, en colaboración con Wim Wenders y la participación amistosa de la pareja que había protagonizado La notte, Marcello Mastroianni y Jeanne Moreau. Salvo por algunos momentos aislados, no fue una experiencia feliz, lo mismo que su corto Il filo pericoloso delle cose, que integró el largo colectivo Eros (2004), con otros episodios dirigidos por Wong Kar-wai y Steven Soderbergh. Quienes estaban cerca de Antonioni –como el guionista Tonino Guerra, que venía escribiendo para él desde los años ’60– creyeron ver en Enrica Fico, su última mujer, que hablaba y decidía por él, una influencia negativa. Pero más allá de este triste final, el mejor legado de Michelangelo Antonioni parece vibrar hoy en la obra de algunos de los más radicales cineastas contemporáneos –Tsai Ming-liang, Apichatpong Weerasethakul–, como si la modernidad de su cine todavía no se hubiera extinguido, como si todavía pudiera ser capaz de interrogar a esa construcción que llamamos realidad.















2.7.07

La Nueva Generación Los 60' y la Nouvelle Vague Argentina



JULIO 2007

Un recorrido parcial por cuatro filmes de aquel nuevo cine argentino. Copias 35mm restauradas
Agradecemos la gentileza de Aprocinain por ceder las copias para este ciclo.









Dar la cara (1962) de José Martínez Suárez 111'.




A través de tres personajes que se reintegran a la vida cotidiana tras terminar la conscripción, Viñas y Martínez Suárez construyeron un complejo entramado social en el que están representadas las tensiones universitarias, la decadencia del cine industrial y la venalidad del deporte profesional, además de buena parte de la vida cotidiana porteña de la época. El film sorprende por la precisión de su forma y su estructura, pero sorprende todavía más su vigencia, a cuarenta años de su realización. Hay una cifra récord de realizadores (o futuros realizadores) del cine argentino, tanto delante como detrás de la cámara.






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Tres muchachos de diversa extracción social terminan el servicio militar y deben enfrentar la compleja realidad argentina de 1958. Pocos films han logrado definir las ansiedades, perspectivas y frustraciones de una generación, y al mismo representar con precisión las complejidades coyunturales de la eterna crisis argentina. A diferencia de lo que suele creerse, la novela homónima de Viñas es posterior al guión del film.


El negativo original de DAR LA CARA se encontraba perdido. Fue encontrado yadquirido por APROCINAIN y José Martínez Suárez, gracias a una gestión deGuillermo Álamo. De allí se sacó la copia nueva que se exhibe en esta oportunidad.




"Dar La Cara" por David Viñas

Mi realismo, el que trato de conjugar en Dar la cara, no apunta a sustancias inmodificables ni a absolutos platónicos: no sabe que es El Hombre Argentino ni Lo Argentino. No sabe ni le interesa. Esas realidades pétreas sólo pueden ser monopolio de un cine-museo que más que plegarse dinámicamente a la realidad pretenda fijar para siempre tipos, dialectos, respuestas y problemas. Así como en la literatura argentina del siglo XX uno se topa con dos vertientes, la que inicia Payró y la que aparece bajo el signo de Enrique Larreta, la primera preocupada por la acción y la segunda teñida de formalismo, en el cine argentino –y por razones muy similares- se podrían trazar do constantes tomando como ejemplos a Prisioneros de la tierra o Las aguas bajan turbias de un lado y del otro "El túnel" o "La casa del Angel". En cine, me siento más cerca del primer Soffici y del mejor del Carril que de Torre Nilsson. Sin embargo, tengo la convicción de que nuestro cine superará esa disyuntiva cuando asimile las mejores formas de Nilsson en contenidos semejantes a los que ya estaban en Horacio Quiroga o en Alfredo Varela, y esto no significa proponer un bello folklorismo ni una salida ecléctica de "a más b sobre dos". De ninguna manera. Se trata de una salida dialéctica. Y en eso estamos.

Director:José Martínez Suárez

Guión: José Martínez Suárez David Viñas

Elenco: Leonardo Favio, Raúl Parini ,Luis Medina Castro ,Pablo Moret ,Nuria Torray, Ubaldo Martínez ,Lautaro Murúa, Daniel de Alvarado, Guillermo Bredeston, Walter Santa Ana, Cacho Espíndola, Augusto Fernández, Héctor Pellegrini, Dora Baret, Adolfo Aristarain, Pino Solanas, Rosángela Balbo.

Montaje: Antonio Ripoll Gerardo Rinaldi
Música: Gato Barbieri
Escenografía: Federico Padilla Hugo Haberl

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La Herencia(1964)

Dirección:
Ricardo Alventosa





Guión:
Ricardo Alventosa según el cuento homónimo de Guy de Maupassant

Fecha de Estreno:
10 de diciembre de 1964

Duración: 78 minutos


La herencia en cuestión es la que deja una tía (Alba Mugica) a un eventual hijo de su sobrina (Marisa Grieben). El testamento otorga un plazo para que la muchacha sea madre, lo que no sólo altera la vida de ella sino también de su padre (Nathán Pinzón) y, sobre todo, de su marido (Juan Verdaguer). Aunque esa situación específica es determinante y, por momentos, dramática, Alventosa no la desarrolla hasta la mitad del film. El resto lo dedica a la descripción, en tono mordaz, de los personajes y sus circunstancias: el lugar de trabajo, la relación tangencial con la política, los rituales sociales. Cada situación más o menos arquetípica tiene una o más derivaciones hacia zonas periféricas que Alventosa aborda desde una especie de irónica objetividad, como si sus personajes fueran cobayos cuyas extrañas conductas y absurdos ritos le parecen dignos de estudio. La herencia puede entenderse como un catálogo de conductas típicas -aunque no exclusivas- del porteño de medio pelo: la intolerancia, el egoísmo, la hipocresía cotidiana, la obsecuencia ante cualquier forma de poder, en el trabajo o en la familia, la ansiedad por salvarse a costa de todo.



La herencia estuvo prohibida durante dos años por la censura y finalmente se estrenó con cortes. El negativo original se consideraba perdido pero, gracias a una gestión de Guillermo Álamo, fue hallado y adquirido por APROCINAIN.
LA HERENCIA, es un caso de film "maldito" dentro del cine argentino. Demorada en su estreno, implícitamente censurada, esta cáustica mirada sobre la pequeña burguesía criolla es uno de los escasos exponentes de humor negro dentro del cine nacional. (El Amante)


Intérpretes:
Juan Verdaguer
Nathán Pinzón
Alba Mujica
Héctor Méndez
Marisa Grieben
Ernesto Bianco
Alberto Olmedo
Silvio Soldán
Juan Alberto Rodríguez
Fernando Iglesias
Nelly Tesolín
Salo VasocchiOscar Caballero
Betta Padilla
Ana María Galli Paparelli
Alfredo Distasio





Fotografía:
Américo Hoss

Cámara:
Carmelo Lobótrico

Montaje:
Gerardo Rinaldi y
Antonio Ripoll

Música:
Jorge López Ruiz

Sonido:
Jorge Castronuovo


Ayudante de producción:
Jorge Lloret

Escenografía:
Ponchi Morpurgo

Ayudante de montaje:
Oscar Souto

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¡Ufa con el sexo! (1968)
Dirección: Rodolfo Kuhn

Guión:
Rodolfo Kuhn según la obra teatral Dalmiro Sáenz

Las apariencias son el tema principal de Ufa con el sexo. El protagonista es un joven burgués que por un lado practica el engaño para seducir pero que por otro se escandaliza cuando él mismo resulta víctima de una apariencia. A través suyo, Kuhn no sólo pone en evidencia al porteño burgués arquetípico, sino también a su contexto social: en ambientación, lenguaje, modas y comportamientos, el film practica una verdadera disección de su época. Los boliches, el café concert, las frases cuidadosamente construidas para comunicar el regodeo en la decadencia, y la ostentación del sexo sin compromisos emotivos funcionan como equilibrada contracara del té canasta, la identificación con los valores que defienden los periódicos conservadores, los padres que amparan sin escuchar y el sexo con la sirvienta, furtivo pero a la vez institucionalizado. El cine argentino del período no toleró tanta agudeza. El Instituto decidió no otorgar su calificación al film, quitándole así la posibilidad de estrenarse. Kuhn no volvió a filmar por siete años y el negativo se perdió. En 2003 fue hallado y restaurado por integrantes de APROCINAIN.

Intérpretes:Elsa Daniel
Héctor Pellegrini
Iris Marga
Marilina Ross
Jorge Rivera López
Nacha Guevara

Fotografía:Adelqui Camusso
Música:
Oscar López Ruiz
Temas Musicales:

Carlos del Peral



Duración: 90 minutos






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Los jóvenes viejos (1962)

Dirección:
Rodolfo Kuhn

Guión:
Rodolfo Kuhn




La crítica argentina está en deuda con Rodolfo Kuhn. A diecisiete años de su muerte es notoria su ausencia de los muchos textos sobre cine argentino publicados durante los 90. Las pocas veces que aparece es para reprocharle su supuesta postura "intelectualoide" o para imaginar que su estética consistía en "remedar los tics de la nouvelle vague". Cuando se lo reconoce como uno de los nombres paradigmáticos de la Generación del 60, es por lo general en un sentido peyorativo, toda vez que se vuelve a esgrimir el mito de que sus cineastas fueron europeístas e inauténticos. Por el contrario, el cine argentino tuvo pocos artistas más auténticos que Rodolfo Kuhn, y la mejor prueba de ello es que muchos cineastas de los 90, cada vez que posan la mirada sobre sí mismos y sobre su entorno más inmediato, vuelven a filmar sin saberlo Los jóvenes viejos.


El film tiene más acción de la que normalmente se le reconoce. Alberto Argibay, Emilio Alfaro y Jorge Rivera López interpretan a tres jóvenes de clase alta que salen un viernes con la intención de ir al cine. En el camino "levantan" tres muchachas, van a bailar, pasan la noche juntos. Al amanecer, de nuevo solos, se reconocen hartos de esa rutina y de una existencia sin motivaciones. Lejos de negar las contradicciones de la realidad, Kuhn las incorpora como materia viva de su film. Lo que no hace es proponer soluciones fáciles que se le escapan, como a los personajes, pero eso no implica que éstos nieguen sus responsabilidades. En un diálogo posterior, Alfaro le pregunta a Argibay qué interés puede tener hacer una película con personajes como ellos mismos. "Somos muy importantes", responde Argibay, "Este país depende de nosotros". Alfaro responde, profético, "Pobre país".

Los negativos de este film esencial estaban perdidos y fueron hallados lata por lata por APROCINAIN en los depósitos del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales. El laboratorio Cinecolor limpió y reparó el material y el director de fotografía del film, Ricardo Aronovich, supervisó el tiraje de la copia que se exhibe. El Festival Internacional de Mar del Plata proporcionó los recursos para rescatar este film.










Fotografía: Ricardo Aronovich
Montaje: Antonio Ripoll y Gerardo Rinaldi
Asistente de montaje: Juan Carlos Macias Música: Sergio Mihanovich
Arreglos musicales: Oscar López Ruiz
Duración: 106 minutos