Buscar este blog

24.10.07

Ciclo Cassavetes



“A todos -y por supuesto me incluyo- nos resulta muy difícil decir lo que uno quiere decir, cuando lo que uno quiere decir es doloroso. La cosa más difícil del mundo es revelarse uno mismo, expresar lo que uno debe expresar. . . Como artista, siento que debemos intentar muchas cosas, pero sobre todo debemos atrevernos a fallar. Uno debe tener el valor de ser malo, estar dispuesto a arriesgar todo para realmente expresarlo todo” John Cassavetes



John Cassavetes fue un director comprometido con el séptimo arte como tal. Sus films son sinónimo de cine independiente.
Cassavetes, además de director, fue actor, guionista y productor. Sus películas se caracterizaron por estar llenas de una intensa carga emocional y por unas actuaciones con una naturalidad deslumbrante. Para Cassavetes lo importante eran las personas y el descubrimiento de las mismas. Le gustaba explorar cada emoción espontánea que se producía en filmación, ir a lo más profundo del ser para conocer a las personas. Sus filmes comprenden rupturas, miedos, confusiones y equivocaciones. Otro elemento importante y que imprime un ritmo intelectual a sus películas es la música, el jazz y el blues.



“Shadows”, su opera prima y primer film de nuestro ciclo, fue el film que habría de merecerle reconocimiento en Europa, ganador del premio de la crítica en el festival de Venecia. Gracias a este reconocimiento Hollywood pone los ojos en el. La Paramaunt financió su segundo largometraje “Too Late Blues” y United Artist “A Child is Waiting”. De esta último film fue despedido en la postproducción porque quería centrarse más en los niños que en los propios protagonistas de la película. “Cassavetes entendió que estos niños, con retrasos mentales, tenían un lugar en la vida y no se podía encerrarlos en un edificio, y así hacer de cuenta que no existían”. Esta experiencia con los estudios resultó frustrante y solo ayudo a reforzar sus ideales. La financiación para la mayoría de sus siguientes películas la hizo por medio de actuaciones para el cine y la televisión.



Durante el proceso creativo de cada film Cassavetes contaba la historia múltiples veces. Se la contaba a cualquiera que tuviera un minuto. Le gustaba ver la reacción de las personas y escuchar su historia, ver como iba mutando cada vez que la contaba. Después, cuando venía el momento del casting y le proponían los actores Cassavetes escogía a su eléctrico, su madre, el hermano de su esposa, sus hijos, sus amigos, etc. Al final, la mayoría del elenco y técnicos que trabajaban con el eran sus amigos.



Se cree que las películas de Cassavetes eran todas improvisadas pero la verdad es que eran muy preparadas. Primero se sentaba con los actores y leían el guión, lo leían tres o cuatro veces, sin actuar. Después de tener el casting fijo ensayaba de tres a cuatro semanas antes de filmar. Si los actores tenían algún problema con el dialogo lo hacía de la forma que ellos lo harían. Se reescribía lo que fuera necesario. Esta reescritura continuaba a lo largo de las 4 semanas de ensayos. Por esta razón podemos decir que sus películas eran unas improvisaciones preparadas. “Al final, los actores eran los personajes o mejor dicho los personajes eran los actores”.

Cassavetes se convirtió en el icono del cine independiente americano y unos de los directores más interesantes en la historia del cine.




En este ciclo podremos recordar 5 de sus obras:

Shadows (1959) 11-09-07·




EEUU, 1959
87 MIN. B/N
Director: John Cassavetes
Guión: John Cassavetes
Productor: Maurice Mc Endree, Nico Papatakis
Música: Charles Mingus, Shifi Hadi
Fotografía: Erich Kollmar
Montaje: Maurice Mc Endree, Len Appelson
Interpretes: Ben Carruthers, Lelia Goldoni, Hugo Hurd, Anthony Ray, Dennos Sallas, Rupert Crosse, Tom Allen y David Pokitillow.




“El cine es una investigación sobre nuestras vidas. Sobre lo que somos. Sobre nuestras responsabilidades, si las hay. Sobre lo que estamos buscando. ¿Por qué querría yo hacer una película sobre algo que ya conozco y entiendo?"



Shadows, su opera prima y primer film de nuestro ciclo, fue rodada en 16mm, sin un guión determinado, esencialmente improvisada y de poca difusión en América. Esta película le va a valer el reconocimiento en el festival de Venecia y toda Europa. Hecha con escasos medios pero con una gran vocación Cassavetes aborda el tema de los problemas raciales basado en una familia afroamericana.



Filmado en la ciudad de New York. Este film casi musical, muy dinámico, esta dotado de un ritmo propio, de un fluir asociado al movimiento de los personajes, a la tensión dramática y al sentido del tiempo.



Esta película que nació en su taller de actuación, fue filmada para que sus alumnos, actores no profesionales, se pudieran apreciar. Nunca fue pensada como una película hasta el momento en que fue invitado a un programa radial para promocionar “Edge of the city”, película que el protagonizaba y que dirigía Martin Ritt. Cassavetes dijo que la película no era tan buena y que el podía hacer una mejor si los oyentes le enviaban uno o dos dólares. De esta manera recaudó 2.000 dólares que fueron la base de la película.



El estreno de esta film coincidió en el tiempo con el estreno de obras esenciales para la historia del cine como “Los 400 golpes”, (Truffaut), y " Sin aliento”, (Godard) películas fundacionales de la canonizada y también influyente nouvelle vague. Por esta razón no podemos entender “Shadows” fuera del contexto de ruptura y renovación del lenguaje del cine clásico que se estaba gestando gracias a directores como Hitchcock, Wells, Fellini, Kurosawa, la misma nouvelle vague y antes por el Neo realismo Italiano.



“La película es una improvisación, como lo es la vida cotidiana, como lo es el jazz”.



Minnie and Moskowitz (1971) 16-11-07·

Dirección y guión: John Cassavetes
Productor: Al ruban
Fotografía: Alric Edens, Michael D. Margulies, Arthur J.- Ornitz
Montaje: Frederic Knudtson









Actores: Gena Rowlands (Minnie Moore), Seymour Cassel (Seymour Moskowitz), Val Avery (Zelmo Swift), Timothy Carey (Morgan Morgan), Katherine Cassavetes (Sheba Moskowitz) Elizabeth Deering (Girl) Elsie Ames (Florence), Lady Rowlands (Georgia Moore), David Rowlands (Minister), John Cassavetes (Jim)Duración: 114 minutos


“Minnie & Moskowitz” es la película más histérica de Cassavetes y al mismo tiempo puede considerársela como su más directo homenaje al cine clásico de Hollywood, en particular a la screwball comedy de Howard Hawks y su gloriosa “Bringing Up Baby” o “It Happened One Night” de Frank Capra..Esto se nota en los diálogos que por momentos rozan lo absurdo hasta llegar casi al límite de lo imposible. Su primer acercamiento a la comedia alocada o excéntrica lo tiene con “Husbands” (1970), donde las acciones, conducta y diálogos de los personajes nos llevan a momentos de alteración plena. Esta situación se vuelve mucho más evidente en “Minnie & Moskowitz”, donde los personajes se enredan en terribles confusiones y romances”.




“...La historia básica surgió de recordar ciertas vivencias de soledad. La necesidad de una familia, del amor, de la amistad y de un entendimiento entre ciertas personas que te gustan y que quieres...” Cassavetes




“Como en todo film de Cassavetes la duración de los planos es bastante irregular. Depende fundamentalmente de los gestos que al director le interese remarcar. Del tiempo que él considere necesario que debe dejar la cámara en funcionamiento, reteniendo determinadas expresiones faciales o gestos físicos que se vinculan estrechamente con la acción dramática de la obra en cuestión”.




“En este film Cassavetes nos cuenta una historia de amor entre personajes de distinta condición física y económica con plena libertad fílmica, desde una perspectiva cómica y ahondando en las características psicológicas de ambos personajes interpretados por unos sobresalientes Seymour Cassel y Gena Rowlands. “Así habla el amor” es un film delicado y mordaz sobre la posibilidad de un encuentro amoroso en cualquier lugar y con cualquier persona”.


A Women Under the Influence (1974) 11-23-07· Duración: 155 minutos.
Dirección: John Cassavetes
Guión: John Cassavetes
Fotografía: Caleb Deschanel, Al Ruban. Edición: David Armstrong Música: Bo Harwood Intérpretes: Gena Rowlands, Peter Falk



“Las películas hoy muestran solo un mundo ideal y han perdido contacto con la verdadera manera de ser de las personas. En este país, la gente muere a los 21. Mueren emocionalmente a los 21, quizás más jóvenes. Mi responsabilidad como artista es ayudar a la gente a que logre pasar los 21. Las películas son un mapa de ruta a través del terreno emocional e intelectual que brinda algunas ideas acerca de cómo ahorrar dolor” – Cassavetes -



“Hacer esta película fue muy duro. Una vez empezamos el rodaje fue un infierno. La tensión emocional era tan fuerte que no salíamos socialmente. Sin películas, fiestas, o juegos de mesa, nada. En la noche estábamos destruidos, hacíamos café y después empezábamos a hablar acerca del trabajo. El trabajo de ayer, de la semana pasada, del último mes, de la próxima semana, del próximo mes. Nos quedábamos despiertos durante la noche y seguíamos hablando. Era un compromiso total. A veces la tensión en el set era tan alta que la podíamos sentir. Si había un desacuerdo y alguien decía “No, esa escena no esta bien, no es honesta, hagámosla de nuevo” Nos sentábamos alrededor de la casa y hablábamos de cada escena hasta que la veíamos correcta. Fue un trabajo duro, muy disciplinado. No era un trabajo libre y despreocupado. Uno no se sentía con ganas de salir después del rodaje. Cada vez que íbamos a hacer una película pensábamos que iba a ser divertido pero nunca lo era”. – Extraido del libro Cassavetes on Cassavetes, Capitulo -Haciendo “Una mujer bajo la influencia” 1972-1974 escrito por Ray Carney



“Estoy muy preocupado acerca de la representación de las mujeres en la pantalla. Están relacionadas con quien se van a acostar, si es de clase alta o baja, y la única pregunta es cuando y donde Irán a la cama, y con quien y con cuantos. No hay nada que tenga que ver con los sueños de las mujeres, o las mujeres como un sueño. Estoy seguro que hubiéramos podido hacer una película mucho más exitosa si “Una mujer bajo la influencia” hubiera representado la vida de Mabel mas dura, más brutal; si hubiera hecho declaraciones para que la gente tomara posiciones. Pero durante el camino tuve que mirarme a mi mismo y decirme “Sí, fuimos exitosos creando otro horror en el mundo”. No conozco a nadie que haya pasado un tiempo tan terrible que no pudiera ni sonreír, que no tuviera tiempo para el amor, abrir los ojos y pensar en los detalles de la vida. Algo, estupendo, sucede todo el tiempo, incluso en el punto más alto de la tragedia. Yo quiero mostrar eso" - John Cassavetes -




“Una Mujer Bajo La Influencia ofrece una mirada insólita, inédita de la clase trabajadora americana, mostrándonos aspectos cotidianos alejados de la habitual perspectiva condescendiente, haciéndonos sentir en primera persona la rigidez de las estrictas normas sociales que rigen y ahogan la vida en las ciudades estadounidenses”.



“La cinta contó con muy pocos medios, casi todas las escenas se rodaron en la casa, aun así el trabajo de realización es soberbio, planos fijos, amplios, que describen a la perfección las escenas combinados con primerísimos planos de los rostros de los protagonistas, cambios de secuencia inesperados, todo con la intención de reforzar la dramática historia”.




“El film es una obra tan única y personal, que en su momento Cassavetes tuvo enormes problemas para encontrar un distribuidor. Nadie quería verse involucrado en semejante film, y el propio director llamó personalmente a varias salas para ofrecerles la película. Luego de un paso tremendamente exitoso en el Festival Cinematográfico de Nueva York, los críticos y el público empezaron a valorar esta película que hoy se encuentra entre los films independientes más importantes de todos los tiempos”.



"Mis personajes no son capaces de ir al mismo ritmo que el resto... Pero yo mismo estoy medio loco y creo que todo el mundo está al borde de la locura. Simplemente no lo queremos admitir"



LA EXPERIENCIA DE VER "UNA MUJER BAJO INFLUENCIA" POR PETER BOGDANOVICH

John Cassavetes durante los últimos años de su vida contó con la entrañable amistad del gran director Peter Bogdanovich ("The Last Picture Show", "Targets","Que pasa Doctor ?","Luna de Papel"), quien relata en su último libro de reportajes su amistad con John, y anécdotas tales como la inolvidable experiencia de ver el primer montaje de "Una Mujer Bajo Influencia".



"… John nos invitó a Cybill Shepherd y a mi a la primera proyección de "Una Mujer Bajo Influencia", cuando todavía estaba en la etapa de postproducción y duraba más de cuatro horas (la versión final es de 155 minutos). Yo siempre le dije a John que disfruté aquellas 4 horas y que no me había parecido demasiado larga. La película resultó para mí la experiencia más emocionalmente devastadora desde que vi el montaje original en Broadway de "Largo Día Hacia La Noche" de Eugene O' Neill. Recuerdo haber salido de la sala de proyección del American film Institute, muy conmovidos (tanto Sybill como yo), y con una sensación de que el mundo real no era tan auténtico como lo que acabábamos de ver. Las luces del pasillo nos cegaban, intentamos recuperar el equilibrio después de haber asistido a algo que nos había afectado de manera fundamental. Y allí estaban John y Gena, sonrientes y ansiosos. No podía entender porqué sonreían. Lo único que yo era capaz de hacer era no echarme a llorar. Abracé a John durante un rato,sin poder hablar. Creo que lo único que dije fue: "oh, John…Dios santo…" Y John dijo alegremente "Te ha gustado?". Poco a poco intente decir que no había palabras para describir lo maravillosa que era. Cybill dijo algo sobre la devastadora interpretación de Gena. Las palabras no le hacían justicia.Ellos sonrieron aún más. Puesto que a mi me había parecido una de las historias más comovedoras que había visto nunca, sin resultar deprimente, sus sonrisas me parecieron en cierto modo inadecuadas. Para un artista, su propia obra nunca puede resultar tan emocionalmente desgarradora como para el público. Por supuesto, habían experimentado todo aquello antes de poder plasmarlo, pero de ninguna manera podían sentirlo del mismo modo que el público. Esa es una de las ironías del trabajo de cineasta, y aquella noche yo lo comprendí como nunca antes lo había hecho.
Cuando por fin pude decir algo coherente, fue lo mismo que decía después de casi todas las películas de Cassavetes: "No se cómo lo haces, John. Sencillamente, no sé cómo lo haces"…




A Killing of a Chinese Bookie (1976) 11-30-07.




Guión y dirección: John Cassavetes
Productor: Al Ruban
Música: Bo Harwood
Fotografía: Match Breit – Al Ruban
Montaje: Tom Cornwell
Interpretes: Ben Gazzarra, Timothy Carey, Seymur Cassel, Robert Phillips, Morgan Woodward,John Kuilers, Al Ruban, Azizi Johari.

“No llamaría a mi trabajo entretenimiento. Es una exploración. Es preguntarle a la gente constantemente: ¿Lo sientes? ¿Cuanto sabes? ¿Estas preparado para esto? ¿Puedes con esto? El cine es una investigación acerca de la vida. ¿Que somos? ¿Que responsabilidades hay? ¿Que estamos buscando? ¿Que problemas tienes que yo puedo tener? ¿Que parte de la vida estamos interesados en saber mas? Cassavetes


“Desde que la exploración en los films de Cassavetes nunca se queda solamente en lo formal, desde que su estilo esta siempre al servicio de los valores morales y formas de ser, su trabajo plantea cuestiones que no son fáciles de asimilar. Sus películas exploran nuevas emociones humanas, nuevas concepciones de personalidad, nuevas posibilidades de relaciones sociales. Explora nuevas formas de ser en el mundo. Cassavetes nos da películas que nos cuentan acerca de la vida y aspira ayudarnos a vivir. Aprendemos cosas cuando vemos sus películas, de la cultura humana, de nosotros y nuestras relaciones con los demás. No aprendemos nuevos hechos, observaciones o creencias pero si nuevas formas de ver, escuchar, pensar sentir y ser en el mundo”. Extraído del libro Cassavetes on Cassavetes escrito por Ray Carney



“El asesinato de un corredor de apuestas chino” es uno de esos films pasados por alto que no es solo un gran film sino que es un gran documento de su época. No hay film que haya capturado tan perfectamente el “underworld” de los años setenta, se puede oler el licor barato y el cigarrillo” ( http://blogcritics.org/2007/03/29/221441.php )


“The Killing of a chinese bookie es un film inclasificable, testamentario, saturnal, incognoscible. Film inscripto en la corriente desesperada de la década del 70, del afán testamentario por decirlo todo, por mostrarlo todo como si fuese la última vez. Es la historia de una pesadilla fantástica que se desarrolla imperceptiblemente, y se va armando como el film que más habla de la muerte, del horror por el alcance de nuestros actos”.



“El arte de Cassavetes deriva de una considerable impetuosidad, marcada por el ejercicio personal en el mundo profesional de Hollywood. Ese profesionalismo le dio aprendizaje, paciencia y contradicción. Pero también moldeó su visión del arte y del medio. Para Cassavetes, el profesionalismo era una mera convención social, por momentos alejada de su propia experiencia, una mera vestimenta de la clase dirigente. Muchas veces, el Cassavetes actor, y luego el director, sintió la mano dura e intransigente de la clase gobernante. El capitalismo corporativista provocó una experiencia limitada que permitió las excursiones excéntricas y selectivas del alma Cassavetiana. Aquella sentencia de San Alfred: "los actores son ganado", debía ser constantemente desmantelada por Cassavetes, el ganado sacrificial que no es ni ofrenda ni expiación, para reducirla de convención social a estímulo, delante y detrás de la cámara. Así, el nombre del héroe Cassavetiano, contiene la esencia de su visión de la relación con el arte y el medio” ( http://www.miradas.net )


"I'm the owner of this joint. I choose the numbers. I direct them. I arrange them. You have any complaints, you just come to me, and I'll throw you right out on your ass" The killing of a Chinese bookie.



bonus:
Opening Night (1977) 12-07-07.

Dirección: John Cassavetes
Guión: John Cassavetes
Fotografía: Al Ruban
Reparto: Genna Rowlands, John Cassavetes, Ben Gazzara, Joan Blondell, Paul Stewart, Zohra Lambert.
Musica: Bo Harwood.
Montaje: Tom Cornwell


Queremos tanto a Gena

por Ezequiel García

Antes de los créditos finales de “Todo sobre mi madre” (1999), Almodóvar agrega una dedicatoria: “A Bette Davis, Gena Rowlands, Romy Schneider... a todas las actrices que han hecho de actrices, a todas las mujeres que actúan (...)”. No es gratuito: el guión de su película es un homenaje al cine, pero sobre todo a las divas; y toma como punto de partida dos grandes films: “La malvada” (o “Todo sobre Eva”, de Joseph Mankiewicz, 1950), y el que nos compete, “Opening night”, la quinta película que John Cassavetes filma con su mujer Gena Rowlands.


“Opening night” (“Noche de estreno”) también es un film sobre el cine, sobre el teatro y sobre las divas: Myrtle Gordon (Rowlands, en un tour de force maravilloso) es una actriz que se ve involucrada en un accidente automovilístico en el que muere una de sus jóvenes fans (al igual que Marisa Paredes cuando sale del teatro y ve morir al hijo de Cecilia Roth). El fantasma de la niña (oculta, con la cara semitapada) la persigue durante todo el metraje, en las solitarias noches de hotel luego de los ensayos, en medio del alcohol y de su pasado, entre los azules y los amarillos de vestuarios y escenografías, entre el Cassavetes / personaje –que interpreta a su co-protagonista en la obra de teatro que dirige Ben Gazzara, y en escena ambos tiene una química insuperable- y el Cassavetes / director / marido, asumiendo así la esencia de sus film. Esa esencia que está compuesta de algo en el aire, algo sucio, molesto, incómodo, que no podemos comprender del todo, y mucho menos explicar. Quizás es una increíble sensación de realidad, de acercamiento a las verdaderas conductas humanas, esas que el cine más tradicional no logra mostrar. A las dudas, los errores, las inseguridades, el cariño torpe, el amor, la cercanía, la paternidad y la amistad, que son registrados en sus films mediante una fina línea entre la ficción y el documental (¿Cassavetes ensayaba? ¿Cassavetes improvisaba?). Y que nos confirma que en toda la historia del cine nadie como él ha logrado construir una poética de lo real tan bella y a la vez tan cercana a la vida misma.



"Esta película es una de las más maduras y ambiciosas apuestas de su filmografía y aborda de lleno la conciencia y la vulnerabilidad que nos supone el paso de los años y ver ante nuestros ojos cómo se nos escapan de entre los dedos las imágenes y las esperanzas que teníamos entonces en nosotros mismos. Por otro lado, Cassavetes era muy sensible, como actor que fue, a las ocasionales humillaciones, dudas y miedos que la profesión de actriz puede suponer a la mujer. Gena Rowlands brilla con luz propia protagonizando estas premisas, a su vez, con la fabulosa colaboración de Ben Gazzara y el propio Cassavetes. Todo ello, a través de una cámara que adopta una vez más maravillosas posiciones y puntos de vista en unas escenas sublimemente iluminadas”. http://www.filmaffinity.com/es/reviews/1/379275.html


"El azar tiene varias formas de manifestarse en el marco de la expresión cinematográfica, desde su escritura dentro de los límites de la trama más convencional hasta su presencia como elemento esencial del mecanismo de creación. Esta última opción es la que encarna a la perfección el cine de John Cassavetes. Es su obra, en esencia, un recipiente de momentos únicos e irrepetibles. Un cine en el que combaten a puño descubierto la escritura y el gesto, la planificación y la intuición, el ensayo y la improvisación. Siempre en equilibrio inestable, al borde del abismo y excesivo por naturaleza, el suyo fue un cine en el que los cuerpos jugaban el papel de vectores motores. "Noche de estreno" nos ofrece un ejemplo ideal para ilustrar la idea del azar en el cine de Cassavetes. Una elección y una representación. La elección: llenar el teatro en el que al final de la película se representa el estreno en Nueva York de la obra Second Woman de auténticos espectadores. Nada de extras. Un pequeño anuncio en el diario anunciaba la filmación de la representación y la gente respondió a la llamada. Una representación: la escena final en la que Cassavetes y Rowlands modifican el significado crepuscular de la obra de teatro en pura celebración vital fue casi improvisado por completo. Y así, la colisión entre el resultado de la elección (público auténtico) y la representación (la improvisación de la escena) nos regala un momento 100% Cassavetes. Un estado de exaltación sublime en el que los significados se revelan mediante el hermanamiento de los extremos, en el choque entre teatro y cine, entre la ejecución de un gesto y la respuesta inesperada del interlocutor (público, actor o espectador), entre la amargura deprimente y la alegría desbordante. Cassavetes decidió que su legado artístico surgiría de la estrecha y frágil frontera que separaba su obra y su vida, y utilizó el azar como vehículo para transitar entre ambas". http://www.trendesombras.com/num5/favoritasnum5.asp


“Este film es lo opuesto de “una mujer bajo la influencia”, es acerca de una mujer por su cuenta, sin ninguna responsabilidad más que ella misma” - Cassavetes - Extraido del libro Cassavetes on Cassavetes, escrito por Ray Carney.



FACES - Viernes 21-12-07



Director: John Cassavetes



Producer: Maurice McEndree; screenplay: John Cassavetes; photography: Al Ruban; editor: Al Ruban, Maurice McEndree; assistant director: George O'Halloran; art director: Phedon Papamichael; music: Jack Ackerman; sound: Don Pike.



Cast: John Marley (Richard Forst); Gena Rowlands (Jeannie Rapp); Lynn Carlin (Maria Forst); Fred Draper (Freddie); Seymour Cassel (Chet); Val Avery (McCarthy); Dorothy Gulliver (Florence); Joanne Moore Jordan (Louise); Darlene Conley (Billy Mae); Gene Darfler (Jackson); Elizabeth Deering (Stella).



“Cuando John Cassavetes aborda su cuarta película, Rostros (Faces; 1965-1968), pasa por un mal momento. Su anterior película, Ángeles sin paraíso (A child is Waiting; 1963) le ha colocado en una posición complicada dentro de la industria; sus discusiones y luchas con Stanley Kramer, productor de la misma, le han alzado en el ranking de la lista negra dentro de los estudios, algo que ya se había ganado, poco a poco, por su actitud, siempre beligerante, extremadamente independiente. Sin duda alguna, algo así sólo tenía una salida radical: o su hundimiento o su lanzamiento. Claudicar o asentarse. Y comienza a gestar Rostros”.



“Como todos los grandes cineastas que de una manera u otra desarrollaron gran parte de su carrera en la década de 1960, Cassavetes se adentró en el lenguaje cinematográfico para explorarlo, si bien él no era consciente de que estaba haciendo tal cosa. No era un cineasta de conceptos teóricos, aunque tenía bastante claro lo que para él consistía y significaba el cine. Siempre busca adentrarse en las emociones de los personajes, a quienes trataba como personas reales, quizá porque la gran mayoría de ellos poseían muchas de sus señas de identidad, de sus sueños y pesadillas, de su amor y de su odio. Deseaba que el espectador se sintiera identificado con aquello que sus imágenes mostraban, o con parte de ello, de ahí que tuviera claro que su estilo debía de adecuarse a esta idea emocional, poniendo a la técnica al servicio de los sentimientos y no a la inversa”.




Tras el rodaje de Rostros, Cassavetes se encontró con un material de ciento quince horas; como es lógico, el montaje fue largo y caótico. Hubo diferentes versiones, desde la primera de ocho horas hasta la definitiva de algo más de dos horas, pasando por una de seis u otras que oscilaban entre las tres y las cuatro horas de duración. Sin embargo, el resultado final, a pesar de tantas idas y venidas, cortes y ampliaciones, modificaciones y problemas, es excelente. Esto se debe a que durante el rodaje, en cada secuencia, Cassavetes buscaba las expresiones faciales y corporales de los actores, su relación con el espacio y entre ellos, encontrar la expresión emocional más acorde con aquello que estaba sucediendo frente a él. No tenía en cuenta la continuidad entre planos ni el sentido en su relación, sino que dejaba todo supeditado al azar. Confiaba en que cada plano o secuencia poseería la suficiente fuerza expresiva como para no tener luego que preocuparse demasiado durante el montaje, realizando éste durante el rodaje. De este modo se puede entender que una secuencia que debía de durar cuarenta minutos quedara reducida finalmente a escasos cinco segundos...


Cassavetes y varios operadores, cámara en mano, se movían por el escenario (normalmente su casa o la de algún familiar) buscando a los actores. Les dejaba total libertad de movimiento, podían improvisar aquello que desearan. Había una cierta idea trazada previamente, pero nada lo suficientemente rígido como para que ellos no sintieran que la acción les pertenecía. De ese modo, deseaba encontrar la mayor expresividad del momento, no obligar a que los actores tuvieran que recordar unas frases concretas, dejando que ellos mismos encontraran aquellas que mejor se adecuaran a la situación al sentir ésta como real, como inmediata. Realizaban ensayos previos, pero nunca para concretar nada, tan sólo para medir la calidad del momento, mejor dicho, para anticipar sus posibilidades. Una vez que las cámaras comenzaban a rodar, entonces, todo era cuestión del azar. Se buscaba la magia del momento, recoger un instante concreto e irrepetible, casi como un documental, a pesar de que todo fuera una representación.




Uno de los aspectos más importantes y modernos de Rostros reside en como Cassavetes limpia el encuadre, limitándolo a un mínimo de personajes y objetos, para que la mirada se centre en ellos y se olvide de otros aspectos. No quiere que el espectador guíe su mirada en busca de contemplaciones formales, tan sólo debe sentir aquello que ocurre ante él. La película es lo que se ve, nada más; ni nada menos. Cada plano se alza como una representación emocional que posee importancia propia, aunque su relación con el resto posea relevancia. De alguna manera, podría decirse que Cassavetes crea cuadros, donde poco importa donde está la cámara colocada; es la superficie, lo que se ve, lo que en realidad posee relevancia.




En esto, Cassavetes se acerca a Antonioni, quien mostró mejor que nadie que había que mirar a lo real, a lo tangible, a aquello físico que se encuentra ante nosotros, porque mirar más allá, mirar adentro, no produce más que vértigo. Porque no hay nada. El vacío y la nada. Y es mejor centrarse, y agarrarse, a aquello que vemos, aunque sea mediante una representación como es el cine. Cassavetes tenía claro que había algo enfermo dentro de la familia media americana. Así lo mostró, pero nunca quiso entrar en formulaciones teóricas ni morales, sino mostrarlo con la mayor veracidad posible, pues sabía que el espectador comprendería mejor el asunto si se ponían las emociones de por medio.
http://www.miradas.net/2006/n53/estudio/faces.html

“Faces fue mágica. Ni los actores ni el equipo técnico recibieron un salario al comenzar el rodaje. Más adelante, a partir de la repercusión de la película, recibieron los porcentajes respectivos, que si bien no era una fortuna, era bastante dinero. La película se filmó casi completamente en la casa de John –como Torrentes de amor– con pocos recursos y mucho para hacer. Todos estábamos exhaustos, pero de un modo que sólo queríamos descansar unas horas y volver a trabajar. Queríamos más y más, como si fuera una droga. Faces tuvo una excelente recepción en los Estados Unidos, se estrenó en un pequeño cine de New York y estuvo 18 semanas en cartel, generando un rédito comercial muy importante y con un costo de producción muy bajo. Es mi película favorita: no le pagamos a nadie y, sin embargo, todos vinieron a trabajar todos los días. Sólo porque realmente querían hacerlo”.
Charla a fondo con Al Ruban http://www.cineismo.com/reportaj/alruban.htm



















Para el armado de este texto consultamos
http://www.maestrosdelcine.galeon.com/
http://www.cinesimo.com/ (Entrevista con Al Ruban “Todo sobre Cassavetes”
http://www.cassavetes.com/
http://misteriosoobjetoalmediodia.wordpress.com/
http://24cuadrosporsegundo.blogspot.com/
http://insoportablementejovic.blogspot.com/2007/09/minnie-moskowitz.html
http://lapodridaopinion.blogspot.com/search/label/cine%20independiente
http://www.alohacriticon.com/ http://www.computer-age.net/archives/2003/08/22/una-mujer-bajo-la-influencia/ http://www.elreverso.com.ar/

23.10.07

CORTOS

24x5 es la historia de un tipo que por agregarle un poco de pimienta a su vida sexual, termina dejando en evidencia todas sus inseguridades. Es una reflexión mundana sobre la dimensión real de los celos. Es la semana más trágica en la vida de Javier, un pobre infeliz que no puede consigo mismo y que vive perseguido por la idea de que su mujer lo va a dejar por el vibrador que élmismo le regaló.


24x5
Formato: 16mm
Duración: 12min.
Dirección: Carolina Pena.
Producción: Joaquín Cubría, Luciano Bellelli.
Guión: Carolina Pena, Joaquín Cubría, Luciano Bellelli.
Director de Fotografía: Jorge Dumitre.
Actores: Hector Díaz, Eugenía Guerty.


Platón y yo
Un joven desmotivado decide inscribirse en derecho para satisfacer a su madre. El primer obstáculo que se presenta es el examen de filosofía: no entiende nada. En esta adversidad pre-examen recibe la ayuda poco ortodoxa del gran filósofo griego.



Platón y yo


Formato: Mini DV Duración: 13 min. Dirección: Juan e. Cordoni / Luciano Panei
Guión Juan e. Cordoni / Luciano Panei
Producción Juan e. Cordoni
Asistente de Dir Luciano Cocciardi
Fotografia Alejandro Gallo Bermudez
Cámara Juan e. Cordoni / Luciano Panei
Arte Maite Ordoqui
Sonido Directo Cristian Diaz
Electrico Juan Barrutia
Montaje Juan e. Cordoni
Asist. Montaje Luciano Cocciardi
Diseño de Títulos Maxi Blanco
Post Sonido Matias Corrias
Post Producción &
Musicalización
Juan e. Cordoni


Elenco
Javier Eloy Gonzalez
Platón Sergio Ferreiro
Madre Teresa Aiello
Inquilino Orlando Paleari




Lili y Maruca


Dos mucamas de una familia de clase alta se celarán sin importar cuanta sangre haya que limpiar al día siguiente.




Guión y Dirección: Chavo D´Emilio y Gabriel Nícoli
Dirección de Fotografía: Horacio Maira
Dirección de Arte: Román Zlotogora
Jefe de Producción: Rodrigo Gomez Peña
Diseño de Producción: Gabriel Nícoli y Rodrigo Gomez Peña.
Reparto:
Lili -
Emme
Maruca - Ana María Vassia


Amor autoadhesivo


David y Laura se conocen una noche cualquiera y tras acostarse por primera vez segregan una sustancia que los adhiere para siempre. Así pegados van juntos a todos lados. Al principio se aman, luego se toleran, pero poco a poco David comienza a controlar a Laura, ahuyentando a los hombres de su lado, y Laura se vuelve cada vez más celosa e intolerante. ¿Cuál es el límite de este amor autoadhesivo?




Idea y Guión: Pablo Barbieri
Director: Pablo Barbieri y Leticia Christoph
Producción: Pablo Barbieri y Leticia Christoph
Director de Fotografía: Santiago Melazzini
Dirección de arte: Luciana Quartaruolo
Vestuario: Ana Press
Realizacion de FX: Sodapasta


“CAM810”



Esta historia se basa en el conflicto que se presenta cuando no tenemos cambio para pagar un taxi.
La pregunta es : ¿quién tiene que bajarse a conseguirlo , el pasajero o el taxista?
Es una pregunta que no podemos responder bien . Los taxistas , por ejemplo, opinan que el pasajero tiene que fijarse si tiene cambio antes de subirse , sin embargo, mucha gente considera que el taxista tiene que estar preparado para dar el vuelto que corresponda.
CAM810 lleva al extremo este problema llegando a ser una odisea llena de obstáculos la lucha por conseguir cambio.
Al pasajero le resulta un viaje de ida interminable esta búsqueda y para el taxista la espera desespera.


Dirección: Herny Meziat
Guión y producción: Henry Meziat - Ezequiel Campa - Eliana Migliarini - Cesar Sambataro - Marcela Castro
Asistente de dirección: Analia Ortiz
Director de Fotografía: Franco Pinochi
Arte: Nancy Gomelsky
Montaje: Pablo Mari














31.7.07

El adiós a los dos últimos "genios" del cine




Ingmar Bergman

"Cuando huye el día"
Smultronstället (Fresas salvajes) (1957)




Elenco:
Victor Sjöström Bibi Andersson Ingrid Thulin Max von Sydow

Dirección: Ingmar Bergman
Guión: Ingmar Bergman
Fotografía: Gunnar Fischer


"Fresas salvajes", de Ingmar Bergman: La vida a través de la muerte

Por: Roberto A. O
(ROSEBUD (Cinéfilos y Cinéfagos)

Se dice que antes de morir uno ve pasar toda su vida por delante de sus ojos, como si fuera una película. De esta manera, la muerte se presenta como otro paso más, como un cambio dentro de la vida en sí misma. No olvidemos que vida y muerte son dos entidades que van unidas, y que una es incapaz de existir sin la presencia de la otra. Igualmente todos nosotros, cuando nos enfrentamos a un acontecimiento que pueda dar un vuelco a nuestra existencia, nos replanteamos ciertas cosas. Ya podemos tener 20, 30 o 70 años, que siempre echamos un vistazo al pasado, a aquello que dejamos atrás, para comprobar si realmente ha valido la pena o si hemos hecho las cosas tal y como hubieramos deseado. Isak Borg, un anciano de 78 años, afamado médico muy querido por su comunidad ha llegado a ese punto. Debe acudir a la ciudad para que se le haga un homenaje como el gran médico que fue. Aprovechando el viaje físico, Borg se replanteará toda su existencia. Acompañado por la mujer de su hijo visitará la casa de su infancia, conocerá a diversas personas, y a través de los sueños reflexionará acerca de sus decisiones vitales .



"Fresas salvajes", desde un punto estrictamente cinematográfico, es un prodigio de síntesis narrativa. Bergman consigue narrar en apenas 90 minutos el hastío vital de una persona que a pesar de sus éxitos profesionales, se encuentra vacía y su vida está rodeada por la tristeza y la añoranza de los momentos perdidos. Todos y cada uno de los personajes que aparecen a lo largo del metraje tienen un peso específico, un papel fundamental para el desarrollo del protagonista. Así, los dos jóvenes junto a la chica ejemplifican la juventud, la alegría del vivir, el desparpajo de aquellos que ven a la muerte como una utopía, y que se muestran en total disonancia con el carácter frío, distante y decadente de Borg. La joven pareja de la gasolinera demuestra que Borg fue un gran hombre para la comunidad, y hace dudar de cual era su verdadero yo, de en que momentos se ponía su máscara. Por último, el matrimonio de mediana edad cuyo coche embiste al del protagonista, analizados a posteriori, son el espejo de la relación de Borg con su difunta esposa y del futuro del matrimonio de su propio hijo junto a su esposa.

Otra de las características que elevan a "Fresas Salvajes" a la condición de obra maestra es la presencia de los sueños, esbozados por Bergman a modo casi de pesadilla terrorífica. Como bien dice el propio Borg, "los sueños le dicen cosas que sería incapaz de oír si estuviera despierto": el miedo constante a la muerte, la incapacidad para afrontar los hechos más hirientes de su vida, o el temor a no haber sido una buena persona le persiguen hasta que el inconsciente se esconde tras el despertar. "Fresas Salvajes" tampoco sería lo que es sin la presencia de Victor Sjostrom en el papel de Borg. Su mirada cansada o sus andares pesados son la prueba de una personalidad aislada, de un hombre cuyos logros sociales no han podido paliar sus fracasos emocionales. Esa frustrada historia de amor con su prima, su gélida relación con su esposa (manifestación subconsciente de su relación con su madre), o el alejamiento que sufre de su hijo son los problemas que asaltan su mente, ya sea en plena conciencia o a través de sus sueños. Finalmente, y cual Charles Foster Kane, Borg regresa a su "Rosebud particular", a su infancia. Porque la infancia es el período más hermoso de nuestras vidas, aquel en el cual nada nos preocupa, donde únicamente vivimos, y en el cual las dudas existenciales no tienen cabida. Sin embargo, el último plano es revelador. ¿Acaso sigue estando tan solo y alejado Borg de aquellos a los que ama? ¿No hay espacio para la redención en nuestras vidas? Bergman rueda un final tan bello como abierto, sembrando la duda en el espectador. "Fresas salvajes" es, en definitiva, toda una reflexión acerca no solo de la vejez, sino también de como afrontar los cambios y las dificultades en nuestra vida. Bergman configura de forma implícita un manual de como vivir, luchando por la felicidad en cada momento, para evitar la nostalgia de un pasado que pueda tornarse en una horrible pesadilla. "Fresas salvajes" es, simplemente, un manual de instrucciones de la vida partiendo de la muerte.





-----------------------------------------------------------------------------




" Antonioni confirma su dominio del cine,que concibe como literatura, y con toda seguridad no hay nadie que pueda igualar sus significativos silencios ni la unidad temática y de estilo que se aprecia en sus tres últimas películas" Variety 1962












Dirección: Michelangelo Antonioni

guión: Michelangelo Antonioni , Tonino Guerra.
Colaboradores: Elio Bartolini, Ottiero Ottieri

Fotografía: Gianni Di Venanzo

Música: Giovanni Fusco

Elenco: Alain Delon, Monica Vitti , Francisco Rabal, Louis Seigner , Lilla Brignone.


"El Eclipse" por Jonathan Rosenbaum

La conclusión de la trilogía de Antonioni sobre la vida moderna de mediados del siglo XX (precedida por "La aventura" y "La Noche" ambas de 1960) es seguramente la mejor película de su carrera, pero tiene el argumento menos trascendental.
Eso es algo significativo. Una antigua traductora (Monica Vitti) se recupera de una desgraciada relación amorosa y conoce brevemente a un agente de bolsa (Alain Delon) en Roma.
En el sorprendente montaje de la secuencia final - tal vez lo más poderoso que ha hecho Antonioni- no aparecen estos dos personajes. Y como los dos protagonistas ofrecieron las interpretaciones con mayores matices y carisma de sus carreras, la conmoción de perderlos antes del final es vital en el devastador efecto que produce la película.

El Eclipse, alternativamente un ensayo y un poema en prosa sobre el mundo contemporáneo y la historia de amor como uno de los motivos, es notable por su riqueza visual y su atmósfera y por su polifónica y polirrítmica puesta en escena. (...) Pero es probablemente la secuencia final, que depende más del montaje que de la puesta en escena, lo que mejor resume la esperanza y la desesperación de la visión del cineasta



















El Silencio..

Ahora si, el silencio de dos de los genios que nos acompañaron a pensar y a indagar sobre nuestros miedos, nuestras dudas, nuestra existencia... el hombre moderno y Dios. El silencio de una pantalla que no vuelve. ¿Son otros los tiempos? ¿otros los conflictos, las dudas? ¿O es que los espectadores de hoy solo buscan entretenimiento de masas y escapan de un cine mas intelectual? Hoy, que cada vez se lee menos, los tiempos cliperos de la TV imponen su ritmo a las retinas. ¿Porqué ya no hay creadores que nos peguen con obras tan gigantes como las que dejaron aquellos llamados "genios" de otras épocas del cine?

Son muchas las dudas que tengo por lo que fue y ya no es.Y cuando leo que en los 50' y 60' los filmes de Bergman, Antonioni, Visconti, Godard, Truffaut, Kurosawa, Bresson, Cassavetes, Tarkovski, Torre Nilsson, Fellini, Pasolini y otros tenían aqui más éxito que en otros puntos del planeta, agotando localidades con colas que daban la vuelta a la esquina, ahí es cuando me pregunto qué es lo que ocurrió.

Y si... es el silencio de los espectadores de aquellas épocas que ya no están, dejando detrás un sinfin de gigantes salas que han cerrado, dando lugar a otras más pequeñas de shoppings para consumo de cine pochoclero. Estoy triste, pero afortunadamente sigo sorprendiéndome con las inmortales obras que nos dieron, con las que descubro por primera vez, con las que vuelvo a ver repetidas veces, con el placer de descubrir la fascinación de algunos espectadores cuando finaliza un filme en los ciclos que programamos.


Jorge Russo




Me cuesta creer como se dan las cosas a veces. Bergman y Antonioni han muerto. Bergman y Antonioni, que compartieron una misma preoocupación por el ser humano, registrándolo en su momento de mayor crisis e inseguridad, desamparado en su espíritu, victima de la alienación y la incomunicación. En su distanciamiento tan poco mediterráneo, Antonioni se acercó mucho a la frialdad nórdica de Bergman; la casualidad quizo que ambas partidas se hayan registrado el mismo día. Con ellos desaparecen los dos últimos cineastas que quedaban vivos de toda una legión creadora de una cierta manera de representar la realidad con imagenes y sonido. Gente grossa todavía queda, si. Pero se terminó esa época en la que las pantallas del mundo recibían a Chaplin, Welles, Fellini, Hitchcock, Truffaut, Ozu, Visconti, Torre Nilsson, Bergman, Ray, Kurosawa, Rossellini, Tarkovski y Antonioni. Que pena me da.
Ricardo Watson







Ingmar Bergman (1918-2007) Escenas de la vida de un genio

A los 89 años, falleció ayer el cineasta sueco que indagó como nadie en las profundidades de la condición humana

No sabremos si la muerte habrá tenido para él, como la imaginó más de una vez, el empolvado rostro de un payaso: aquel de mirada obscena y risa maliciosa que acosaba a Carl, el pobre tío inventor entre cuyos papeles encontró la inspiración para En presencia de un payaso (1997), o aquel otro, blanco y sin secretos, que conversaba mientras jugaba al ajedrez en El séptimo sello y había sido –como él mismo admitió– “el primer paso en la victoriosa lucha contra el miedo a la muerte”. La obra de Ingmar Bergman, al fin, conformó una única y dilatada película que era como un eco de su propia vida y sus propias angustias, un interminable interrogante sobre el sentido de la existencia, la muerte, el amor y la fe. Y también sobre la fascinación irresistible de la ficción, del arte como la tabla de salvación a la cual aferrarse como al espejismo que distrae y consuela y quizás hace posible elevarse cuando la muerte asedia y la única sensación que se percibe es la del hundimiento.

La ficción del cine o la del teatro –por donde empezó su trayectoria impar– eran su modo de combatir el caos, de organizar el desorden. En ese afán, este gran inquisidor del alma humana puso cada vez más sus propias experiencias bajo el microscopio en una progresiva profundización de los grandes temas existenciales. Así, hizo del cine un espacio para la meditación filosófica y echó luz sobre la tragedia de la condición humana. No extraña que él solo ocupe uno de los capítulos más trascendentales de la historia del arte contemporáneo: su obra impuso al mundo una nueva forma de aproximarse al fenómeno cinematográfico.

Sobre Ingmar Bergman se ha escrito todo, o casi todo. Se ha escudriñado en su biografía en busca de señales que explicaran el secreto de su genio; se lo interrogó –la mayor parte de las veces, en vano– esperando recibir, encerrados en los estrechos límites de las palabras, los sentimientos e intuiciones del mundo y de los hombres que él fue atrapando y traduciendo en imágenes durante casi toda una vida; se le destinaron los elogios más justos y los más ampulosos; sus películas, sus piezas teatrales, sus declaraciones periodísticas, sus puestas en escena, sus libros fueron desmenuzados hasta el descuartizamiento. Poco puede añadirse en estas pocas líneas de despedida.

Habrá que repetir que ninguno de los grandes temas de la existencia le fue ajeno: de la vulnerabilidad del ser humano y su incapacidad para alcanzar los propios objetivos a las inestabilidades de la relación amorosa, del desasosiego y el temor ante el silencio de Dios a la soledad del individuo y la hipocresía que suele contaminar la relación con el prójimo. Y habrá que recordar datos sustanciales de su biografía: su nacimiento en Upsala, en 1918; su condición de hijo de un severo pastor luterano cuyo rígido código moral no admitía contravención alguna; su descubrimiento de las marionetas, origen de su fascinación por el teatro y en general por todo el arte de la representación; el famoso episodio doméstico de la Navidad de 1928, cuando un canje de regalos con su hermano mayor Dag le puso en las manos por primera vez un proyector de cine; sus primeras experiencias de espectador. También las primeras manifestaciones de esos demonios interiores que colmaron su infancia de pesadillas y arranques irracionales y que serían el antecedente de tantos desarreglos físicos y psíquicos padecidos en la vida adulta.

De estos demonios, de aquella fascinación y de la férrea disciplina paterna, que lo llevó a la rebelión pero también marcó su modo de afrontar cada responsabilidad, se alimentó su obra, una única y extensa película que Bergman fue cincelando laboriosamente al tiempo que ganaba reconocimiento prácticamente unánime como gran artista -para muchos, el más grande- del cine contemporáneo.

El alquimista

Curiosa alquimia la que dio como resultado la sólida construcción bergmaniana. Los conflictos vividos en carne propia, la desesperada búsqueda de Dios, el miedo a la muerte, los duelos, los sinsabores afectivos le dieron el material para imaginar otras vidas más intensas que la real. La rigurosa disciplina que lo maltrató en la infancia le sirvió para controlar el tumulto interior y devolverlo transfigurado en emociones artísticas. Y el territorio donde pudo dar rienda suelta a su desolación, su escepticismo o su fe fue el de la fantasía, aquel mundo poético que había conocido llevado por las marionetas y que lo pondría después cara a cara con los films de Victor Sjöstrom y los dramas de August Strindberg.

Entró en el cine como guionista de Alf Sjöberg y Gustav Molander antes de debutar como director con Crisis (1945). A esa primera serie de films en los que desfilan, nada casualmente, padres y profesores autoritarios, castigos, soledades y humillaciones pertenecen Prisión , La sed , Hacia la felicidad , Juventud, divino tesoro . Aquí, Un verano con Mónica fue, en 1953, su primer gran éxito. Su nombre ya empezaba a ser tan familiar como las audacias del cine sueco. (Fue en una muestra realizada en 1952 en Punta del Este donde el cineasta ganó su primer reconocimiento internacional.)

Después, la crisis se tornó metafísica y se tradujo en obras admirables: El séptimo sello , La fuente de la doncella , Cuando huye el día , Detrás de un vidrio oscuro , El silencio .

Otro tema fue el artista, la máscara, la mentira - Noche de circo , El rito , Persona- ; otro más, el universo femenino - Secretos de mujeres , Tres almas desnudas , Gritos y susurros- . Imposible reseñar una obra tan vasta, tan compleja y tan rica como ésta, que va de la travesura escéptica de Sonrisas de una noche de verano a la sabia reconciliación con la vida de Fanny y Alexander y al formidable ciclo sobre la vida en pareja que cerró en su obra final: Saraband .

Esos títulos son la mejor prueba de la grandeza de su autor, un creador genial que hasta tuvo conciencia, autocrítica y valor para decidir el momento de su silencio. Son también testimonio de su triunfo final sobre la muerte y el olvido. Seguirán siéndolo.


Por Fernando López
Para LA NACION


De Strindberg a Ibsen

Aunque decía que el cine era su trauma y su pasión, se consideraba un hombre de teatro. De joven dirigió a un grupo de estudiantes universitarios, y a los 23 años escribió la obra La suerte de Gaspar. Estuvo al frente de varias salas oficiales hasta llegar al Real Teatro Dramático de Estocolmo entre 1963 y 1966, y de 1985 a 1995. Allí, montó obras de Stindberg y, en el segundo período, dirigió textos de Shakespeare, O Neill e Ibsen.

"Miro las palabras como si fueran notas e intento comprender su significado -dijo en un reportaje-. Quiero que mis experiencias, mi comprensión y entendimiento para traducir palabras se conviertan en emociones para ofrecérselas a actores y juntos dárselo al público. Ese es un mundo muy apasionante."


--------------------------------------------------------------------

Bergman
El hombre que vivió en sueños y filmó la realidad


Por Luciano Monteagudo
















Veinte años atrás, en su autobiografía, Linterna mágica, Ingmar Bergman amenazaba con un nuevo retiro, uno de los tantos que afortunadamente nunca cumplió. Decía: “Intuyo un ocaso que no tiene nada que ver con la muerte, sino con la extinción. A veces sueño que se me caen los dientes y escupo pedazos amarillos carcomidos. Me retiro antes que mis actores o mis colaboradores vislumbren al monstruo y los invada el asco o la compasión. He visto a demasiados colegas morir en la pista del circo como payasos cansados, aburridos de su propio aburrimiento, silbados o abucheados o cortésmente silenciados, apartados de los focos...”.

En la madrugada de ayer, Bergman dejó finalmente el circo de este mundo. Hace unos días, apenas, había cumplido 89 años: nacido el 14 de julio de 1918, en Upsala, ese “pequeño esqueleto con una nariz grande y roja” (como anotó con decepción la madre en su diario, pocos días después del parto) llegó a convertirse en un realizador esencial de la historia del cine, en una figura clave del teatro europeo de posguerra, en un visionario de la TV. Y en la más valiosa carta de presentación ante el mundo que tuvo su país durante décadas: desde hace más de medio siglo, cuando su obra empezó a tener difusión internacional, Bergman se convirtió en sinónimo de Suecia, mal que les pese a August Strindberg, Greta Garbo o Ingrid Bergman.

Si hay algo que en la fatal partida de ajedrez con la muerte el realizador de El séptimo sello logró evitar fue esa decadencia, esa humillación a la que tanto le temía y que reaparecía una y otra vez en su obra, como una pesadilla recurrente. Recluido en su isla de Farö, rodeado de sus libros y películas (se dice que atesoraba una cinemateca personal con más de 400 copias en 35 mm), Bergman siguió escribiendo con el frenesí de siempre –guiones, piezas teatrales, memorias– y en la última década incluso se permitió dirigir dos films para la TV que pueden considerarse la summa de su pensamiento artístico, una conmovedora reflexión sobre sus eternas pasiones, el teatro, la música, el cine.

En Saraband (2003), pieza de cámara para dos personajes que queda como su largometraje final, Bergman, con su voluntad demiúrgica incólume, decidió volver sobre el matrimonio de Escenas de la vida conyugal –Erland Josephson y Liv Ullmann– y provocar un reencuentro. Pero nunca fue un sentimental y tampoco estaba dispuesto a ceder al final de su vida: el paso del tiempo nunca lo enterneció ni lo puso melancólico. En todo caso, lo hizo volver a la pregunta que lo había obsesionado durante estos últimos años. Si en los ’60 –particularmente en la trilogía de Detrás de un vidrio oscuro, Luz de invierno y El silencio– parecía interrogarse obsesivamente por la existencia de Dios, a partir de Escenas... (como en el primer comienzo de su cine: Un verano con Mónica, Juventud divino tesoro), no deja de preguntarse por la naturaleza del amor. ¿Existe realmente? ¿Cómo se manifiesta? ¿Tiene algo de espiritual o es una expresión puramente física? Otras preguntas cruciales se sumaban en Saraband, la película de un hombre tan sensible como intransigente, que se casó cinco veces y tuvo nueve descendientes: ¿Un hijo puede amar realmente a su padre? ¿De qué manera? ¿Por qué?

El caso de su anteúltimo film, En presencia de un clown, es distinto. Aquí continuaba la exploración de ese misterioso haz de luz plagado de fantasmas que descubrió en su infancia, cuando durante una Navidad le cambió a su hermano mayor un centenar de soldaditos de plomo por un proyector de juguete, con el que vio sin cesar la misma película de apenas un par de metros, en la que se veía fugazmente bailar a una niña. Aquella escena primaria fue evocada por Bergman en los momentos iniciales de su monumental Fanny y Alexander –un testamento cinematográfico que siempre se negó a ser tal– y esa misma linterna mágica volvió a estar en el centro de En presencia..., en el que Bergman recuerda una vez más a su tío Carl, que en los años ’20 salía por los pueblos de Suecia a exhibir sus propias películas y que, cuando el rudimentario proyector se averiaba, recogía la sábana raída que oficiaba de pantalla y continuaba la función con su troupe de actores, bajo la luz de unas velas.

Ya en Cuando huye el día (1957), uno de sus films mayores, el viejo profesor, en camino a la consagración académica y a la muerte, tenía la emocionante visión de sus padres jóvenes, sentados a orillas de un río. Es una imagen rescatada de los recuerdos familiares de Bergman, que hizo de su infancia su patria, una patria cruel –plagada sobre todo de pesadillas y terrores nocturnos, oscurecida por la sombra de ese severo pastor protestante que fue su padre– pero que siempre nutrió de imágenes y de materia dramática a casi toda su obra. Creador inagotable –46 largometrajes, más de 130 puestas teatrales, innumerables piezas propias para la escena, la radio y la TV– Bergman conjuró sus demonios interiores hasta convertirlos en materia de su arte. “Vivo continuamente dentro de mi sueño y hago visitas a la realidad”, escribió. Y desde esa tenue frontera entre ficción y realidad, entre el sueño y la vigilia que siempre dominó su obra –¿cómo olvidar La hora del lobo?–, se cuestionó no solamente a sí mismo y sus fantasmas, sino que también interpeló a Dios, con la furia del ateo que alguna vez fue creyente. (En Detrás de un vidrio oscuro Dios queda comparado a una enorme araña que acecha en el piso de arriba...)









En un artículo de la revista Cahiers du Cinéma, a raíz del estreno en Francia de Juventud divino tesoro (1950), un crítico llamado Jean-Luc Godard escribía: “El cine no es un oficio. Es un arte. No es un equipo. Se está siempre solo, tanto sobre el plató como ante la página en blanco. Y para Bergman estar solo es hacerse preguntas. Y hacer films es contestarlas. Es imposible ser más clásicamente romántico”. Más tarde, el propio Bergman consideraría que Godard no estaba hablando tanto de Bergman como de sí mismo, pero aun así la frase resume de manera notable el método de trabajo del cineasta sueco, que siempre se interrogó en sus films no sólo sobre problemas de orden metafísico sino también sobre las más terrenas cuestiones de pareja, como lo demuestran incluso sus comedias Una lección de amor (1954), Confesión de pecadores (1955) y la aclamada Sonrisas de una noche de verano (1955), que le valió su tardío reconocimiento en el Festival de Cannes.

Formado junto al maestro Víctor Sjöstrom (a quien siempre consideró su verdadero padre: su padre artístico) en el marco del la rígida estructura de los estudios suecos, filmando desde 1945 una película tras otra, sin solución de continuidad, Bergman supo encontrar allí –y también en el Teatro Real de Estocolmo– la familia artística que integraron sus prodigiosos actores y actrices, una galería encabezada por Mai Zetterling, Gunnar Björnstrand, Eva Dahlbeck, Anita Björk, Harriet Andersson, Max Von Sydow, Bibi Andersson, Ingrid Thulin, Liv Ullmann y Erland Josephson (con quien compartía una amistad que se remontaba al colegio secundario). Todos ellos supieron de sus neurosis y de su mal carácter, de sus arranques de furia y de su inestabilidad emocional, pero comprendieron también que no había nadie como Bergman que pudiera extraer de sus rostros –el rostro es el elemento clave de su cine, el secreto factor de unidad de todos sus films– sus misterios más insondables. “Siento la necesidad acuciante de apuntar la cámara sobre los actores, lo más cerca posible, acurrucarlos contra la pared, extraerles hasta la última expresión, hacer estallar los límites que se han fijado”, confesaba, ratificando la idea que estaba detrás de obras maestras como Persona (1966) o Cara a cara (1976), construidas casi exclusivamente con primeros planos de sus actrices.

Aunque los abismos a los que se asoma en cumbres como Noche de circo (1953), Vergüenza (1968) o Gritos y susurros (1972) pudieran hacer pensar lo contrario, no siempre se sufre con Bergman. A pesar de sus momentos oscuros, Fanny y Alexander le permitió al director “dar forma a la alegría que a pesar de todo llevo dentro de mí y a la que tan rara vez y tan vagamente doy vida en mi trabajo”. Otro tanto sucedió con su luminosa versión de La flauta mágica (1974), la ópera de Mozart que él consideraba “una compañera de por vida”. Siempre dijo que el teatro, las bambalinas, eran su “verdadero hogar” y que allí fue feliz, aunque imaginaba que la Muerte lo acechaba obstinadamente, detrás de las cortinas de un escenario, disfrazada con la máscara cruel de un payaso: así transcurrieron sus últimos años, En presencia de un clown...

La TV, que a priori podría pensarse como su enemiga, lo tuvo sin embargo como su mejor aliado, como un pionero, como un “teleasta” avant la lettre: cuando nadie hablaba de video, ni de formas híbridas ni de telefilm, Bergman –con El rito, en plena efervescencia de mayo ‘68– ya filmaba para la TV. “Me gusta mucho trabajar para la TV, me doy cuenta de lo importante que es”, le confesaba al crítico francés Serge Daney. “En Suecia, vivimos muy alejados unos de otros, y el hecho de encender a la noche esta ventana mágica en la oscuridad es una comunicación enorme, fantástica.”

Y finalmente la música: todo su cine parece atravesado por la música, no tanto como recurso dramático-sonoro (siempre fue muy austero en este sentido: en todo caso prefería el silencio) sino más bien por su apelación a las formas musicales, a sus estructuras, a sus temas. No parece casualidad que el director de Sonata otoñal haya titulado a su película final Saraband. La zarabanda es una danza lenta, solemne, que forma parte de las sonatas. Aquí, Bergman aprovecha una de las sonatas para violoncelo de Bach para resolver dramáticamente una de las escenas más intensas, complejas y conmovedoras de la película. Esa misma gravedad de la música de Bach es la que destila el cine de Bergman: la misma severidad, la misma precisión, la misma belleza.



--------------------------------------------------------------------------------



El fervor de la conexión rioplatense

Ingmar Bergman obtuvo sus primeros premios internacionales en los festivales de Cannes de 1956 (por Sonrisas de una noche de verano) y 1957 (por El séptimo sello), pero la historia de su descubrimiento tiene marcados acentos rioplatenses, particularmente uruguayos. En 1952, el Cantegril Country Club organizó el Segundo Festival Cinematográfico de Punta del Este, que no tenía jurado ni premios oficiales. Había, sin embargo, un jurado de la crítica, integrado entre otros por Homero Alsina Thevenet, Emir Rodríguez Monegal y Antonio Larreta, que no tardó en reconocer las virtudes de Juventud divino tesoro (1950), el primer film que llegaba a América de un sueco desconocido llamado Bergman. A partir de ese momento, abundaron en el periodismo uruguayo notas sobre el realizador, de quien se fueron estrenando sucesivamente todos sus films. En junio de 1953, Alsina Thevenet le dedicó a Bergman un artículo de diez páginas en Film, la revista especializada que él había fundado y dirigía. Se supone que ésa fue la primera revisión analítica que se haya publicado sobre Bergman fuera de Suecia, aunque desde luego fueron abundantes las reseñas sobre estrenos de sus películas, tanto en Uruguay como en la Argentina, donde comenzaron a llegar sus películas con gran éxito de crítica y público a partir de 1954. Unos años antes que a Cannes, por caso. “Es curioso que durante tanto tiempo la crítica europea, fuera de Suecia, haya ignorado a Bergman –escribían Alberto Tabbia y Edgardo Cozarinsky hacia 1958 en un legendario volumen monográfico titulado Flashback–. En este extremo de Sudamérica, Bergman impresionó profundamente desde que su obra comenzó a ser conocida.”

En junio de 1959, con las trece películas de Bergman estrenadas en Buenos Aires hasta esa fecha, el distribuidor y exhibidor Alberto Kipnis organizó en el mítico cine Lorrai
ne de la avenida Corrientes la primera retrospectiva local. “Obtuvimos el record de público: 1780 localidades vendidas en un día, en una sala cuya capacidad es de sólo 300 butacas”, se entusiasmaba por entonces Kipnis, que siguió repitiendo esas muestras durante años, actualizándolas con nuevos títulos y publicando monografías que acompañaban las proyecciones, al punto que en la década del ‘60, el fenómeno de la bergmanmanía era un distintivo de la vida cultural porteña.

------------------------------------------------------------------------------------
Michelangelo Antonioni (1912-2007)
Adiós al gran poeta del dolor existencial
Falleció en Roma el lúcido y sensible cineasta que, como Bergman, se valió de la imagen para indagar el alma humana




"Sabemos que debajo de la imagen revelada hay otra, más fiel a la realidad, y debajo de ésta hay otra, y todavía otra debajo de esta última. Hasta llegar a la verdadera imagen de esta realidad, absoluta, misteriosa, que nadie verá nunca. O quizás hasta la descomposición de toda imagen, de toda realidad." Michelangelo Antonioni estaba convencido de que si hay un camino hacia la interioridad, éste transcurre por debajo de la superficie de las cosas, y por eso se empeñó durante más de sesenta años en capturar esa imagen última, secreta y absoluta. Aun sabiendo que el esfuerzo sería vano, no claudicó: tenía la mirada iluminada del poeta y la sensibilidad prodigiosa en estado de alerta para estimular sus intuiciones y traducirlas en imágenes que quizás otros ojos sabrían ver mejor que los suyos. Con esa mirada trascendió el registro del mundo real que había impuesto el neorrealismo. Antonioni, que venía de ahí, reveló el significado de los espacios vacíos, desplazó del centro de la escena al personaje -omnipresente guía de las historias- y permitió que objetos, ambientes y paisajes abandonaran el segundo plano y hablaran por él. Con esa mirada, cambió también la nuestra: en su cine, el espectador supo percibir en la ausencia el desierto interior y el silencio del corazón, descubrió la importancia de los tiempos muertos y de los grandes espacios mudos y sintió en los paisajes desolados la constante, dolorosa nostalgia de lo humano. Fueron muy pocos los maestros que intentaron una representación del alma.

Entre ellos, el creador de La aventura ocupa, sin lugar a dudas, un lugar especial. Junto a Bergman, claro, a quien el azar quiso unirlo en estas horas en que el cine sufre la pérdida de los dos más grandes sobrevivientes de una época de oro. Indagar en la desazón Se lo llamó poeta del desamor y de la incomunicación, quizá porque la etapa más fructífera e innovadora de su carrera se concretó en la célebre trilogía sobre la desazón existencial integrada por La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962), a la que algunos suman un cuarto título, El desierto rojo (1964), su primera y determinante incursión en el color. Pero este ferrarese de origen burgués también fue el observador implacable del deterioro ético de su clase y apasionado examinador de los misterios femeninos ( Crónica de un amor , 1950; La dama sin camelias , 1953; Las amigas , 1955); el que indagó en las relaciones entre el individuo y la realidad ( El grito, 1957), y el que, a partir de Blow up (1967), que algunos llaman su film-manifiesto, desarrolló un discurso sobre las posibilidades cognoscitivas del medio cinematográfico, que se prolongarían en El pasajero (1975) y Más allá de las nubes (1995). Inquietudes que lo llevaron al enriquecimiento de su lenguaje fílmico y a la experimentación con las nuevas tecnologías ( El misterio de Oberwald -1980-), íntimamente ligadas, según su visión, al futuro del cine. "Una imagen sólo es esencial si cada centímetro cuadrado de esa imagen es esencial", sostenía, y están ahí todas sus películas para mostrar que fue esa búsqueda infatigable la que guió sus pasos. Por eso, fue de importancia relativa que la enfermedad sufrida en 1985 lo dejara sin palabras: al fin, su lenguaje nunca se apoyó demasiado en ellas ("No tengo facilidad de palabra, más bien tengo facilidad de imagen", decía, si bien lo desdice el bello volumen de relatos aquí conocido como Más allá de las nubes ). Su objetivo siempre fue reducir hasta el límite la acción física dentro de la narración y eliminar hasta donde fuera posible acciones y diálogos, de forma que el espectador se distrajera poco con lo episódico.

Un maestro reconocido Casi 95 años de vida, 16 largometrajes (sin contar su participación en films colectivos); 15 cortos; más de 150 premios; centenares -quizá miles- de trabajos (incluidas varias películas) acerca de su obra fílmica, a las que habría que agregar las innumerables retrospectivas que se le han dedicado en todo el planeta desde que se lo reconoció como original autor de un cine introspectivo, novedoso en la libertad de su concepción narrativa y fascinante en su perfección formal. Si es el lenguaje de los números el que certifica la magnitud de un artista, la importancia de Antonioni está más allá de toda sospecha. Pero hay argumentos menos banales: por ejemplo, la influencia que en otros cineastas, la mayoría mucho más jóvenes que él, tuvo su obra, no tan extensa como harían pensar los sesenta años que le dedicó. Sucede que la carrera de Antonioni enfrentó obstáculos. Con la censura en Los vencidos (1952). Con los políticos en su documental sobre China, que pasó 32 años prohibido en aquel país. Con proyectos que se vieron malogrados por falta de respaldo financiero o que el propio artista prefirió descartar por no responder a sus íntimas necesidades expresivas: "Si un tema no me interesa, no puedo, no quiero ni debo filmarlo. Soy dueño de elegir, aunque sepa que esa coherencia deberé pagarla de algún modo", admitía.

En el cine de Antonioni nada es obvio, nada está explícito, las anécdotas son minúsculas; su lenguaje, eminentemente visual, invita a detenerse en las imágenes no para salir a descifrar signos, sino para hallar en ellas -o mejor, en uno mismo- los ecos y las vibraciones que despiertan. El mundo sigue siendo ese escenario incomprensible por el que deambulamos en busca de algún vínculo que nos haga sentir menos ajenos. Antonioni intentó descubrirlos detrás de las apariencias, atisbando el alma de sus personajes para desnudar sus conflictos más hondos. Por eso los enfrentaba a esas perspectivas sin final donde el tiempo se hace visible. No hay remedio para la melancolía ni modo de atrapar lo efímero, parecía decir con su cine, pero la belleza -la verdadera belleza- bien puede encender alguna luz en el vacío en lugar de disimularlo bajo el estrépito de la trivialidad. "Los films de Antonioni -advertía su frecuente guionista Tonino Guerra- contienen una verdad y una modernidad que se descubren siempre después." Como un perfume que perdura. Antonioni, que construyó una obra significativa acerca de la fugacidad (de los encuentros, de los sentimientos, del tiempo, de la vida), logró atrapar más de una vez en sus imágenes el misterio de la belleza. Y esa belleza no es efímera.

Por Fernando López Para LA NACION











----------------------------------------------------------------------


























El cineasta que se aventuró en el espíritu de su época

Realizador de títulos fundamentales del cine italiano de los años ’60, como La aventura, La noche, El eclipse y El desierto rojo, Antonioni siguió el camino del “neorrealismo interior”, buceando en los signos de época que determinaban la conducta de sus personajes.


Por Luciano Monteagudo

Era, qué duda cabe, el último, el más grande cineasta vivo que le quedaba a Italia. En pocos días más, el 29 de septiembre, Michelangelo Antonioni habría cumplido 95 años, pero la muerte, envalentonada, pasó a buscarlo ayer, apenas 24 horas después de que se ocupara de Ingmar Bergman, como si con ellos se quisiera llevar una parte esencial de la cinefilia de los años ’60.


Desaparecidos hace tiempo Luchino Visconti, Federico Fellini y Pier Paolo Pasolini –de quienes lo separaban enormes diferencias de orden estético–, Antonioni era el último superviviente de una generación que fue capaz de poner a Italia a la vanguardia cinematográfica, una eclosión de talento que vino a reemplazar e incluso a cuestionar al neorrealismo al mismo tiempo que Vittorio de Sica y Roberto Rossellini seguían en plena actividad. A diferencia de sus contemporáneos, Antonioni no fue un cineasta prolífico, apenas 16 largometrajes y otros tantos cortos a lo largo de seis décadas de trabajo. Pero como puso en perspectiva la retrospectiva integral, con copias restauradas a nuevo, que le dedicó la Mostra de Venecia 2002 y que luego se paseó por todo el hemisferio norte (para las autoridades culturales italianas el sur parecería que no existe), Antonioni fue un autor que –con films hoy clásicos como La aventura y El desierto rojo– se convirtió en uno de los pilares de la revolución que a fines de los años ’50 y comienzos de los ’60 propició el ingreso del cine a la modernidad.
Aquel cisma se puso en marcha mucho antes. En 1943, mientras en una orilla del Po Luchino Visconti rodaba Obsesión –su versión libre de la novela El cartero llama dos veces, de James M. Cain, que se convertiría en una de las piedras basales del cine italiano de posguerra–, en la otra Antonioni filmaba su primera película, Gente del Po, un cortometraje documental dedicado a los hombres y mujeres más desposeídos de Italia, a quienes el régimen fascista no quería ver reflejados en la pantalla.
Los avatares de la guerra impidieron que Antonioni pudiera completar entonces el film (exhibido recién en 1947), pero ya estaba germinando el neorrealismo, que alcanzaría su máxima expresión en el cine de Rossellini y De Sica.

Antonioni, sin embargo, seguiría otro camino, muy distinto, el del “neorrealismo interior”, como ha señalado el crítico Carlo Di Carlo, curador de la retrospectiva veneciana. A los 38 años, luego de haber estado a punto de filmar El sheik blanco (que finalmente rodó Fellini), Antonioni concretó en 1950 su primer largo, Crónica de un amor, donde ya se perciben los rasgos que marcarían su obra posterior: una mirada crítica sobre la nueva burguesía, la concentración en el universo femenino y sobre todo la percepción de un mundo interior y de sus síntomas en relación con la realidad. En palabras del propio Antonioni: “Me parecía que ya no era tan importante examinar los lazos de los personajes con el ambiente sino bucear dentro del personaje, para ver de todo aquello que habían atravesado –la guerra, la posguerra– qué había quedado en ellos, saber cuáles eran no ya las transformaciones de su psicología y de sus sentimientos, sino los signos de esa evolución”.

La profundización de este camino tendría escalas previas en La dama sin camelias (1953), Las amigas (1955) y El grito (1957), pero su consolidación y reconocimiento internacional llegaría con la llamada “trilogía de los sentimientos”, integrada por La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962), premiadas en los festivales de Cannes y Berlín. Es el momento en que se habla de la “alienación” de los personajes, de su inestabilidad emocional, de su fragilidad frente a un mundo que por entonces estaba cambiando vertiginosamente.
De todo eso, hoy queda más que nada el registro del espíritu de una época, la diagnosis casi antropológica de un determinado momento y de una determinada generación. Pero si hay algo que permanece inalterablemente vivo y presente del cine de Antonioni, si hay algo que afirma su modernidad a ultranza es la manera en que percibe el mundo, la sensibilidad de su mirada, su capacidad de “esculpir en el tiempo”, para utilizar el concepto de Andrei Tarkovski.

Ningún film lo prueba mejor que El desierto rojo, ganadora en 1964 del premio máximo de la Mostra de Venecia, el León de Oro. El conflicto de Monica Vitti –su musa, el rostro con quien queda asociado para siempre el cine de Antonioni– parece hoy irremediablemente fechado, lo mismo que la metáfora de su “enfermedad”, que era la inadecuación de la burguesía italiana de entonces a su súbito y milagroso éxito económico. Pero el uso del color, al que Antonioni se vuelca por primera vez, es tan deslumbrante en El desierto rojo, sus composiciones son tan intensas, la duración de los planos tan perfectas, que hacen del film un objeto estético autónomo y desnudan de qué manera el cine se ha empobrecido desde entonces en sus modos de expresión. Hay algo que reafirma también en Il deserto rosso –como antes en L’avventura– la modernidad de Antonioni: el suyo es un cine abierto, liberado de la clásica estructura aristotélica, entregado al misterio del sentido, que ya no puede ser unívoco.
Roland Barthes escribió en 1980 un famoso texto titulado “Cher Antonioni”, una suerte de carta abierta donde elogiaba la visión que Antonioni tenía del mundo como artista, como poseedor de una sensibilidad capaz de expresar el espíritu de su época.

En dicho texto, Barthes define los rasgos esenciales de la modernidad del cineasta: “Muchos toman lo moderno como una bandera de combate contra el viejo mundo, contra sus valores comprometidos; para usted, lo moderno no es el término estático de una fácil oposición; lo moderno es, por el contrario, una dificultad activa para poder seguir los cambios del tiempo, no sólo en el nivel de la gran historia, sino en el interior de esa pequeña historia de la que la existencia de cada uno de nosotros constituye la medida”.

En los primeros años ’60, Antonioni radicaliza su propio método, que había comenzado a esbozar en El grito: las acciones del relato son mínimas, los movimientos han sido casi eliminados y sus personajes parecen estar bloqueados. Cobran preeminencia las formas arquitectónicas y las figuras abstractas, al punto que su cine rompe definitivamente con uno de los elementos fundamentales de la poética neorrealista: la posibilidad de hacer coincidir lo real con lo visible. Como señala el crítico español Angel Quintana: “Antonioni demuestra cómo lo visible puede abrirse hacia dimensiones mucho más vastas que lo real. A partir de las figuras de la realidad, Antonioni construye un espacio fílmico cercano a la tela de un pintor racionalista abstracto. La geometría del mundo ha acabado eclipsando también a las personas, las ha anulado y las ha disuelto en el paisaje urbano”.
Como un artista plástico que pasa de una técnica a otra, después de haber probado el color Antonioni nunca más lo abandona. Y lo utilizará cada vez de forma más personal y expresiva. En Blow Up (1966), rodada en el swingin’ London de la época a partir del relato Las babas del diablo, de Julio Cortázar, Antonioni vuelve a tomarle el pulso a su tiempo y gana la Palma de Oro del Festival de Cannes. En Zabriskie Point (1970) se aventura en el desierto californiano, descubre los movimientos contraculturales que se agitan en la juventud universitaria de Estados Unidos e imagina el estallido de la sociedad de consumo. Y con El pasajero (1974), protagonizada por Jack Nicholson y Maria Schneider, consigue el que quizás sea su film mayor, el que mejor ha logrado atravesar la prueba del tiempo, una reflexión sobre la disolución –psicológica, histórica, social– de la identidad.

Paradójicamente, a partir de El pasajero –cuyo último plano, por su complejidad técnica y riqueza semántica, todavía sigue siendo objeto de estudio– el cine de Antonioni también comenzó a desaparecer, un poco como el personaje de Nicholson. Recién ocho años después se conoció el siguiente trabajo de Antonioni, El misterio de Oberwald (1980), una relectura de El águila de dos cabezas de Jean Cocteau, protagonizada por su amada Monica Vitti, que le sirvió como campo de experimentación para probar la textura y las posibilidades de un soporte por entonces relativamente nuevo, el video, al que le extrajo sus colores más rabiosos. Con Identificación de una mujer (1982), Antonioni se volvió autorreferencial: la historia de ese cineasta italiano que después de años en el exterior vuelve a filmar a Roma era un poco la suya, como también su inadecuación al mundo. El crítico francés Serge Daney fue quien mejor entendió la película: “Ya casi nadie sabe (o ve) hacer cine como Antonioni. Este film se hallará muy alejado del gusto actual y de su chatura o, al contrario, demasiado conforme al ‘Antonioni de siempre’, convertido ya en monumento histórico. No sería justo que tales cosas ocurran. A pesar de la belleza plástica de cada instante (digna de un Piero Della Francesca erotómano, digamos), surge del film un fuerte sentimiento de impaciencia, debido quizás al deseo de recuperar el tiempo perdido (dos películas y un video en diez años)...”

En 1985, un ataque cerebrovascular dejó a Antonioni con serios problemas de habla y movilidad, lo que no le impidió diez años después concretar su último largometraje, Más allá de las nubes, en colaboración con Wim Wenders y la participación amistosa de la pareja que había protagonizado La notte, Marcello Mastroianni y Jeanne Moreau. Salvo por algunos momentos aislados, no fue una experiencia feliz, lo mismo que su corto Il filo pericoloso delle cose, que integró el largo colectivo Eros (2004), con otros episodios dirigidos por Wong Kar-wai y Steven Soderbergh. Quienes estaban cerca de Antonioni –como el guionista Tonino Guerra, que venía escribiendo para él desde los años ’60– creyeron ver en Enrica Fico, su última mujer, que hablaba y decidía por él, una influencia negativa. Pero más allá de este triste final, el mejor legado de Michelangelo Antonioni parece vibrar hoy en la obra de algunos de los más radicales cineastas contemporáneos –Tsai Ming-liang, Apichatpong Weerasethakul–, como si la modernidad de su cine todavía no se hubiera extinguido, como si todavía pudiera ser capaz de interrogar a esa construcción que llamamos realidad.